Ochagavía es quemada en la guerra de la Convención allá por 1794, en 1800,
durante la fiesta de traslación a su Santuario de la venerada Virgen de
Muskilda, depositada en la parroquia durante la guerra, los vecinos se hallaban
divididos ante el nombramiento del capellán de la Basílica, el patronato había
elegido a Don Martín José Villanueva, beneficiado de la parroquia y natural de
la villa, pero terciaron otros intereses y a pesar de la voluntad de la
mayoría, fue designado por imposición superior y tras enconada lucha, Don
Javier Rodrigo, presbítero de Izal.
A partir de aquí cito textualmente a Florencio Idoate, quien recogió lo
acontecido en el primer tomo de su libro “Rincones de la Historia de Navarra”,
personalmente me encanta como lo cuenta.
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Santuario de Muskilda, fotografía de la web de Otsagabia |
“Dado el profundo sentido localista en que siempre se habían inspirado
estos nombramientos, nada de particular tiene que se considerase como intruso a
cualquier extraño del lugar, y de aquí el profundo disgusto que causó la
eliminación de Villanueva. Gran parte de la culpa se hacía recaer sobre los
componentes del Ayuntamiento, acusados de parcialidad a favor del capellán
extraño.
La fiesta quedó fijada para el 18 de Mayo y ya se susurraba que aquel día
habría jaleo por todo lo alto.
La villa en masa acudió a la parroquia en la fecha señalada, muy de mañana,
y en seguida se organizó la procesión que llegó a Muskilda a eso de las ocho. Ya
estaban esperándola don Javier, con sobrepelliz –como capellán en funciones-, y
su presencia causó una gran contrariedad en la mayoría de la gente, mal
predispuesta.
La imagen de la Virgen fue colocada en su trono y a continuación hubo misa
solemne y sermón, a cargo del citado Villanueva, quien anunció dos convites:
uno espiritual, es decir, la acostumbrada concesión de indulgencias, y otro
corporal, consistente en un refresco a base de pan y vino, que había dispuesto
la villa para los asistentes.
Todo fue bien hasta aquí, pero en seguida de la función surgió el primer
incidente, cuando el teniente de alcalde –en previsión de lo que pudiera
suceder- mandó recoger las siete escopetas que habían servido para disparar
salvas por el camino, según costumbre. Algunos de los escopeteros se resistían
a entregarlas y protestaron airadamente contra la autoridad. -¡Vengan las
escopetas! –gritaban- ¡Porra, demonio! ¿Dónde está ese alcalde?
La mañana transcurrió sin más contratiempos pero el ambiente se fue caldeando
más y más con las arengas de algunos apasionados, incluyendo al beneficiado,
que echaba el resto para ganar a la gente a su causa. Algún brabucón llegó a
decir “que si los hombres de Ochagavía tenían sangre en el cuerpo, era la
ocasión de que sacasen la cara”. Los que más a gusto se despachaban eran el
sastre Sarbide, Alemán y un hermano de Villanueva. A grito pelado iba éste por
los corros diciendo “que aquello se había de defender a fuego y sangre” y
aseguraba que su hermano había de ser capellán por encima de todo.
Llegó la hora de las vísperas y los incidentes se reprodujeron al exigir
los escopeteros sus armas para disparar al tiempo del Magnificat.
No se las quería dar de ninguna manera la primera autoridad, pero a fin de
evitar mayores males accedió a entregarles un par de ellas para cumplir con la
costumbre.
No obstante, los revoltosos estaban dispuestos a hacerse los amos, y tanto
el teniente de alcalde como el capellán tuvieron que oír los más duros improperios.
Al primero le agarró Sarbide por el cuello y de un zarpazo le rompió la valona,
que llevaba a usanza del país.
-Cuando tú seas capellán –le espetó otro al nombrado- yo seré obispo.
No tuvieron más remedio al fin que retirarse ambos con su gente,
sintiéndose impotentes para contener la furia de aquellos atrevidos mozos.
Sin enemigo con quien reñir y sin autoridad a quien acatar, los parciales
de Villanueva se quedaron a sus anchas, y en número de unos setenta, se
juntaron en la casa de la Basílica para tratar del grave asunto de la
capellanía, que tan furiosos les había puesto.
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Muskilda a vista de Dron, por Dronic |
La sesión fue larga y tumultaria, y más de uno se quejaba después de que ni
siquiera le dejaron salir “a echar aguas”. A otros les metieron a empellones a
la sala de la junta y allí, los más elocuentes discurseadores de Ochagavia
echaron sus peronatas y proclamaron solemnemente capellán a Villanueva, némine
discrepante. En medio de la efervescencia general, se oyeron las cosas más
fuertes contra “los cuatro villanos ladrones del pueblo, que tenían cuatro
doblones y traían a todo el pueblo revuelto”, y otras lindezas de más calibre
todavía. Al final hubo vivas y mueras, relinchos y hasta repique de
castañuelas, quedando Villanueva amo y señor de la Basílica.
Pero no se imaginaban lo que les esperaba a la vuelta, pues se encontraron
con que el pueblo estaba tomado casi militarmente, por un destacamento de
soldados llamado con urgencia por el ofendido teniente de alcalde. A eso de las
siete habían llegado efectivamente veintiséis hombres al mando de un sargento,
procedente de Escároz y Jaurrieta, donde estaban destacados. Los que regresaban
de Musquilda, al verlos, se fueron metiendo disimuladamente en sus casas y toda
la noche anduvieron los soldados patrullando por las calles.
Muy de madrugada salieron para Musquilda, con intención de apresar a los
que habían quedado allí, pero para cuando llegaron ya se habían marchado dos de
los incondicionales de Villanueva; Sarvide y Goyena, con el encargo éste de
tocar a rebato las campanas de la parroquia, lo que no pudo hacer por habérselo
impedido el sacristan. Con el cura se quedaron Alemán y su hermano, a quienes
no había rendido ni mucho menos la brega de aquella jornada tan movida.
Cercado el santuario, como si se tratase de tomar una fortaleza, el
sargento intimó la rendición a sus ocupantes. Desde la ventana, les gritaba
Villanueva, hecho un basilisco, “si les parecía que aquella casa era de
malhechores y facinerosos”, y aun quiso tocar la campana como protesta por la
intervención de la fuerza armada, impidiéndoselo el sargento.
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La Virgen de Muskilda, tomada de esta web |
Villanueva se quedó solo en Musquilda, ejerciendo las funciones de su
ministerio hasta el 28 de agosto, en cuya fecha tuvo que irse para dar cuenta
de su conducta al Provisor de la diócesis, no sin antes hacer entrega al
párroco de las tres grandes llaves del Santuario.
Mientras tanto, se había hecho una buena redada de los participantes en los
sucesos. Los más culpables fueron condenados a dos años de cárcel en la
Ciudadela de Pamplona, y los demás –hasta cincuenta y cuatro- tuvieron que
pagar fuertes multas.
Menos mal que en la visita que hizo a la cárcel el Virrey Marqués de las
Amarillas, con motivo de las Navidades, se dignó a indultar de la prisión a los
ya citados reos, quedando así a salvo su honor y buen nombre, que era lo que
más interesaba a quienes tanto apreciaban su antigua hidalguía y nobleza.
A pesar de este desagradable final, muchos opinaban que fue suerte en no
hallarse presente el alcalde Mancho en aquella lamentable jornada, pues dado su
genio un tanto vivo “le hubieran hecho tajadas” que ya es decir. Suerte también
para el advenidizo capellán –don Javier- el haber caído entre los de Ochagavía,
que de ocurrir esto en Escároz, le hubieran quemado la casa –según aseguraban
algunos-. Así las debían gastar los de este pueblo, si al menos no les
calumniaban sus vecinos.
No hay más remedio que reconocer que aquel día quedaron los ochagavianos
bastante mal con su Virgen. La culpa la tuvo el demonio, que se metió por medio”.
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