Mientras los hombres
del emir Baligán se dirigían a marchas forzadas contra el ejército de Carlos,
éste emprendía el regreso a Roncesvalles.
A los primeros
resplandores del alba despertó el emperador. El arcángel San Gabriel que velaba
su sueño en nombre de Dios levantó la mano y le bendijo.
Carlos había
tomado la decisión de volver a Roncesvalles y nada ni nadie podría apartarle de
su propósito.
El duque Naimón
fue de los primeros en acudir para recibir órdenes.
-Ordenad la
marcha, duque. Es preciso ir a Roncesvalles a ver a nuestros muertos y darles
cristiana sepultura. El rey Marsil no podrá escapar a nuestro enojo y Zaragoza
será ocupada a nuestra vuelta.
-Habéis hablado
bien, señor, daré las órdenes oportunas.
Poco después parte
del ejército montó en sus corceles y por largos caminos cabalgaron
apresuradamente en dirección a Roncesvalles, donde había tenido lugar aquella
prodigiosa batalla.
Llegaron por fin y
al ver tantos muertos no pudieron contener el llanto. Carlomagno dijo a los
suyos:
-Id al paso,
señores barones, sin apresuraros. Yo me adelantaré a todos, pues quiero
encontrar a mi sobrino Roldán, el caballero intachable. Cuando estaba yo en Aquisgrán
hace varios años, en el día de una fiesta solemne algunos de mis barones se
jactaban de sus victorias. Entonces Roldán intervino en la conversación y
afirmó solemnemente ante todos que si él moría en tierra extranjera lo haría en
posición más avanzada que sus hombres y sus pares y que se le hallaría muerto
con el rostro vuelto hacia el país enemigo. De esta forma, dijo, indicaría que
moría como vencedor. Estas palabras de Roldán no las he olvidado nunca. Al
acordarme de ellas aquí, en este campo de batalla, deseo ver si la realidad las
confirma. Estoy seguro de que será así y que ese hombre valeroso murió como
vencedor.
El emperador se
alejó de los suyos y subió a un otero.
Empezó a buscar
por el campo y encontró hierbas y hojas teñidas con la sangre de sus capitanes.
Le asaltó una gran congoja y no pudo contener el llanto.
Siguió andando
hasta llegar bajo dos árboles. Allí reconoció. Sobre tres peñas, los tajos de
Roldán. Sobre la verde hierba vio tendido a su sobrino.
Al contemplarle
muerto el emperador sintió un dolor intensísimo. El corazón le latía con fuerza
al oprimir entre sus manos la cabeza del héroe.
Y tal fue su pena
que se desmayó.
Sus barones se
dieron cuenta y acudieron presurosos en ayuda de su señor. Carlos abrió los
ojos recuperado de su desmayo. Junto a él estaban el duque Naimón, el conde
Acelino, Godofredo de Anjou y su hermano Enrique.
El duque Naimón le
sostuvo entre sus brazos y luego le ayudó a incorporarse.
El emperador vio a
Roldán en el suelo y dulcemente lamentó su desgracia:
-Dios te haya
acogido en su seno, Roldán, noble amigo. Jamás hubo otro igual a ti en valor y
nobleza. Ganaste batallas y evitaste derrotas. Con tu muerte ha empezado a
declinar mi gloria. Nadie ha sentido tanto tu muerte como yo, Roldán, caballero
intachable, luz y guía de mis ejércitos.
Y Carlos,
acongojado por sus pensamientos, se desmayó por segunda vez.
Al cabo de un rato
se recobró, cuatro de sus barones sostenían su cuerpo y todos sollozaban al
darse cuenta del estado de ánimo del emperador y al contemplar el cuerpo de
Roldán, que yacía a pocos pasos de distancia.
Carlomagno había
abierto los ojos otra vez y obsesionado miraba el cuerpo sin vida de Roldán,
este conservaba toda su gallardía aunque había perdido el color. Tenía los ojos
extraviados y llenos de tinieblas. Carlos se arrodilló ante él y exclamó lleno
de respeto:
-Roldán, amigo
mío, cuanta pena tengo al verte exánime en la verde hierba, tú, de corazón
esforzado y de nobles sentimientos ofreciste tu vida por la salvación de Francia
y por la gloria de tu emperador. Que Dios te acoja en su seno y te dé el
merecido descanso, y ponga tu alma entre las flores, en el paraíso, al lado de
los ángeles y los santos. ¡qué mal emperador tuviste! No supe ver que te
enviaba a la muerte al dejarte en Roncesvalles, donde anidaba la traición. Pero
tú no rehuiste el sacrificio aun sabiendo que Ganelón nos traicionaba. Toda la
vida me acordaré de ti y sufriré por tu muerte.
Jamás volveré a
tener alegría ni podré dar fiestas, ni me holgaré en palacio con los míos. ¡Y
cómo decaerá mi fortaleza y mi ardimiento al saber que no estás a mi lado! ¿Quién
sostendrá mi honor? ¿Quién defenderá a Francia? Me parece como si ya no tuviera
más amigos en la tierra. ¡Oh Roldán! ¿Por qué te dejé en Roncesvalles? ¿Por qué
hice caso al traidor de Ganelón?
El emperador se
mesó los cabellos con ambas manos en el paroxismo del dolor.
Estaban allí sus
capitanes y cien mil franceses. Contemplaban la escena traspasados por tan gran
dolor que ni uno solo dejó de verter lágrimas.
El emperador no
podía apartarse del sitio donde había muerto Roldán y seguía diciendo en
arrebatados transportes:
-No volveré a
Francia, mi amigo Roldán. No quiero ver a nadie. Y si voy y me refugio en mis
propiedades de Laón vendrán hombres de todas las regiones y me preguntarán: “¿Dónde
está Roldán?” Y tendré que contestarles que murió en España y todos llorarán
tal desgracia.
Lloraba el
emperador y seguía diciendo:
-Amigo Roldán,
caballero intachable, el más valiente de Francis, cuán pronto terminó tu
existencia. Nos dejaste en plena juventud cuando tanta gloria te quedaba aún
por alcanzar. Cuando esté en Aquisgran mis vasallos pedirán audiencia y querrán
saber noticias de tu hazaña sin par, y yo contaré a todos de tu heroísmo. Ha
muerto para que Francia sobreviva, diré, y todos llorarán al saberlo. Y sin ti
¿qué pasará?... Se rebelarán los pueblos sojuzgados, los sajones, los húngaros
y los búlgaros, los romanos y los de Apulia, también todos los de Palerna, los
de África y los de Califerna. Todos querrán luchar contra Francia al perder yo
el invencible paladín que los había derrotado. ¿Quién conducirá ahora mis
huestes si ha muerto Roldán, guía y espejo de caballeros? ¡Pobre Francia! ¡Qué
desolación la tuya!. Quisiera haber muerto para no ser testigo de esta
irreparable desgracia. ¡Ah, Roldán, noble caballero! Jamás podré perdonarme tu
pérdida.
Así hablaba el
noble emperador mientras se mesaba la blanca barba. Desesperado se arrancaba
los cabellos de su cabeza. Nadie era capaz de consolarle.
Cien mil franceses
contemplaban aquella escena con lágrimas en los ojos.
-Qué gran pena la
de nuestro emperador – decía el duque Naimón. Mientras, Carlos seguía con sus
lamentos y decía con gran congoja:
-Roldán, amigo
mío, cuan solos nos dejas. Que Dios te acoja en su seno y te dé el eterno
descanso. Que tu alma entre en el paraíso. ¡Qué gran desdicha para Francia! Me
abruma tal dolor que desearía dejar de vivir. Y vosotros, oh nobles caballeros,
que habéis muerto con Roldan por la gloria de Francia, que Dios os tenga en su
santa gloria. Ruego a Dios que mi alma, antes de llegar a los puertos de Cize,
se separe del cuerpo hoy mismo y sea colocada junto a vosotros y mi carne
enterrada con la vuestra. Quiero estar a vuestro lado, ya no deseo vivir más.
¡Oh, Señor!.
Lloraba el
emperador y el duque Naimón, que mucho quería a Carlos, no sabía que decir ni
que palabras emplear para consolar a su rey.
Luego, el duque no
pudo contener su pena y exclamó:
-¡Oh, Dios, qué
grande es la angustia de Carlos! ¡Cómo calmar su aflicción!
Y dijo Godofredo
de Anjou:
-No os entreguéis
tan enteramente a esta pena, señor emperador. Templad vuestro ánimo. Ahora es
preciso buscar a los nuestros por todo el campo de batalla y ordenar que los
lleven a una misma fosa. Creo que es lo más conveniente.
Y contestó el rey
Carlos:
-Habéis hablado
bien, noble barón. Que suene vuestro cuerno para dar la orden. Que los cuerpos
de los héroes reposen en la misma fosa y que sean honrados como es debido. Ya
nada más podemos hacer por ellos. Que Dios los acoja en su santa gloria.
Una vez dichas
estas palabras el emperador volvió a quedarse abstraído en su dolor, mientras
tanto, Godofredo de Anjou se dispuso a cumplimentar la orden del emperador.
Hizo sonar su cuerno de caza y los franceses descabalgaron. Luego empezaron a
buscar a los muertos y los fueron llevando a una misma fosa.
Había en el
ejército muchos obispos y abades, monjes y canónigos. Todos acompañaron a los
soldados que transportaban a los muertos. En nombre de Dios absolvieron y
bendijeron a los héroes; les echaron incienso y les dieron cristiana sepultura.
Era un espectáculo conmovedor. Después los dejaron allí bajo tierra. ¿Qué más
podían hacer por ellos?. Sólo llorar y rezar, y cuando las circunstancias lo
permitiesen luchar como valientes para que su muerte no fuera estéril.
Después el
emperador ordenó que preparasen el entierro de Roldán, de Oliveros y del
arzobispo Turpín, los tres héroes de Roncesvalles, que habían logrado derrotar
a los infieles del rey Marsil.
El rey hizo abrir
el cuerpo de los tres hombres con el objeto de recoger sus corazones en un
lienzo de seda y guardarlos en un féretro de mármol.
Eran los corazones de tres
indomables guerreros que murieron por defender a su rey y por la gloria de
Francia. Una vez hecho esto el rey mandó que los cuerpos de los tres barones
fueran bien lavados con aromas y vino. Así se hizo, y luego los tres fueron
envueltos en pieles de ciervo.
Permaneció Carlos
unos momentos contemplando los cuerpos de los tres héroes. Llamó a Tibaldo y
Gebuino, al conde Milón y a Otón.
-Conducidlos sobre
tres carros- dijo.
Así lo hicieron
los barones y cubrieron los carros con un paño de seda de Galacia. El cortejo
fúnebre partió en dirección a Francia. Escoltado por mil hombres que iban en
vanguardia.
El emperador
permaneció aún en el campo de batalla de Roncesvalles. Le dolía dejar aquel
escenario donde se había cubierto de gloria su sobrino
Roldán. Pero el duque
Naimón se acercó y le dijo:
-Señor, es ya hora
de que pensemos en regresar a Francia.
-Si, duque, dad
las órdenes oportunas.
Sonaron los
clarines y el ejército de Carlos emprendió la marcha. Habían andado casi una
hora cuando apareció ante ellos la vanguardia de los infieles.
-¿Qué es aquello,
duque? –preguntó Carlos.
-Son los
sarracenos, señor. Intentan luchar contra nosotros.
Entonces, de la
tropa más próxima a ellos, se acercaron dos mensajeros que pidieron permiso
para hablar con Carlomagno en nombre del emir.
Carlos dio su
venia y ellos hablaron en los siguientes términos:
-Rey orgulloso, no
queremos dejarte regresar a Francia. El emir Baligán, nuestro amo y señor, rey
de Babilonia y protector de España por disposición del rey Marsil, está muy
cerca de aquí dispuesto a luchar y vencer a los franceses. Quiere vengar la
derrota que habéis infligido al rey de Zaragoza. Numerosos son los ejércitos
que trae de Arabia. Dice que de la misma forma que murieron Roldán y los doce
pares moriréis todos antes de poder llegar a la dulce Francia. Y el que no
muera tendrá que confesar la superioridad de Mahoma sobre todo lo creado. Antes
de que llegue la noche empezará el combate y tendréis que demostrar si sois tan
valiente como presumís.
-Decidle a vuestro
emir que aceptamos el combate y que se prepare a medir su valor con el nuestro.
Decidle que correrá la misma suerte que el rey Marsil y sus cien mil
caballeros, que huyeron cobardemente de Roncesvalles.
Marcharon los
mensajeros, con el odio reflejado en sus rostros por las palabras de Carlos,
para comunicar al emir lo que habían visto y oído.
El emperador se
llevó la mano a la barba en actitud pensativa. Recordaba su aflicción y lo que
había perdido. El nombre de Roldán acudió a sus labios.
Dirigió a su gente una
mirada altiva; recobró su presencia de ánimo ante la inminencia de la batalla y
exclamó con voz alta y potente:
-Barones de
Francia, ¡a caballo y a las armas! ¡acordaros de Roldán y de Roncesvalles!.
-¡Por Roldán!
¡Montjoie! –gritaron todos los franceses, llenos de ardor combativo.
El emperador se
armó el primero. Se endosó la loriga, se ató el yelmo y se ciñó a Gozosa, cuya
claridad ni el mismo sol era capaz de apagar. Tomó la lanza y la blandió. Montó
en Vencedor, su buen caballo, conquistado en los vados de Marsuna cuando
derribó a Malpalín de Arbona. Todos los franceses le imitaron. Carlos soltó las
riendas del corcel, lo espoleó vivamente y se lanzó al galope con ansias de
victoria y de muerte.
Le seguían cien
mil hombres, valientes y abnegados, dispuestos a emular las glorias de Roldán y
de los demás héroes de Roncesvalles. Era una lucha sin cuartel la que se
preparaba contra el emir Baligan, el hombre que había jurado su perdición. Bien
pronto no tardaría en arrepentirse de su insensata audacia.
-¡Por Dios y el apóstol
de Roma! – gritó el emperador - ¡Victoria y muerte!
-¡Victoria y
muerte! –repitieron los franceses. Cien mil hombres se habían armado y
cabalgaban detrás del emperador. Poseían veloces corceles y excelentes armas.
Sus gonfalones pendían hasta rozar sus yelmos. En aquellos rostros curtidos por
las batallas se veía la decisión de la victoria, el empeño de los audaces y el
orgullo de los triunfadores.
Cuando Carlos vio
aquella marcial apostura llamó a Jocerán de Provenza, al duque Naimón y a
Antelmo de Maguncia y les dijo:
-Si los árabes se
enfrentan a nosotros están locos, cara les venderé la muerte de Roldán. Con
ríos de sangre pagarán su infame traición.
Y los barones
contestaron:
-Así sea.
Carlos empezó a
preparar sus huestes. Llamó a Rabel y a Guinemán y les ordenó lo siguiente:
-A vosotros os
encargo que ocupéis los puestos de Roldán y Oliveros. Uno llevará la espada y
otro el olifante. Cabalgad delante de todos, con vosotros irán veinte mil
hombres, escogidos entre los más valientes. Detrás avanzarán otros tantos, su jefe
será Gebuino. El duque Naimón y el conde Jocerán formarán dos cuerpos de
ejército. Cuando llegue la hora se entablará la gran batalla.