jueves, 17 de noviembre de 2016

La Canción de Roland (23/34)

 2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
19.- La congoja del Rey Marsil
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán


23.- Roncesvalles


Mientras los hombres del emir Baligán se dirigían a marchas forzadas contra el ejército de Carlos, éste emprendía el regreso a Roncesvalles.

A los primeros resplandores del alba despertó el emperador. El arcángel San Gabriel que velaba su sueño en nombre de Dios levantó la mano y le bendijo.
Carlos había tomado la decisión de volver a Roncesvalles y nada ni nadie podría apartarle de su propósito.

El duque Naimón fue de los primeros en acudir para recibir órdenes.

-Ordenad la marcha, duque. Es preciso ir a Roncesvalles a ver a nuestros muertos y darles cristiana sepultura. El rey Marsil no podrá escapar a nuestro enojo y Zaragoza será ocupada a nuestra vuelta.

-Habéis hablado bien, señor, daré las órdenes oportunas.

Poco después parte del ejército montó en sus corceles y por largos caminos cabalgaron apresuradamente en dirección a Roncesvalles, donde había tenido lugar aquella prodigiosa batalla.

Llegaron por fin y al ver tantos muertos no pudieron contener el llanto. Carlomagno dijo a los suyos:

-Id al paso, señores barones, sin apresuraros. Yo me adelantaré a todos, pues quiero encontrar a mi sobrino Roldán, el caballero intachable. Cuando estaba yo en Aquisgrán hace varios años, en el día de una fiesta solemne algunos de mis barones se jactaban de sus victorias. Entonces Roldán intervino en la conversación y afirmó solemnemente ante todos que si él moría en tierra extranjera lo haría en posición más avanzada que sus hombres y sus pares y que se le hallaría muerto con el rostro vuelto hacia el país enemigo. De esta forma, dijo, indicaría que moría como vencedor. Estas palabras de Roldán no las he olvidado nunca. Al acordarme de ellas aquí, en este campo de batalla, deseo ver si la realidad las confirma. Estoy seguro de que será así y que ese hombre valeroso murió como vencedor.

El emperador se alejó de los suyos y subió a un otero.

Empezó a buscar por el campo y encontró hierbas y hojas teñidas con la sangre de sus capitanes. Le asaltó una gran congoja y no pudo contener el llanto.

Siguió andando hasta llegar bajo dos árboles. Allí reconoció. Sobre tres peñas, los tajos de Roldán. Sobre la verde hierba vio tendido a su sobrino.


Al contemplarle muerto el emperador sintió un dolor intensísimo. El corazón le latía con fuerza al oprimir entre sus manos la cabeza del héroe.
Y tal fue su pena que se desmayó.

Sus barones se dieron cuenta y acudieron presurosos en ayuda de su señor. Carlos abrió los ojos recuperado de su desmayo. Junto a él estaban el duque Naimón, el conde Acelino, Godofredo de Anjou y su hermano Enrique.
El duque Naimón le sostuvo entre sus brazos y luego le ayudó a incorporarse.

El emperador vio a Roldán en el suelo y dulcemente lamentó su desgracia:

-Dios te haya acogido en su seno, Roldán, noble amigo. Jamás hubo otro igual a ti en valor y nobleza. Ganaste batallas y evitaste derrotas. Con tu muerte ha empezado a declinar mi gloria. Nadie ha sentido tanto tu muerte como yo, Roldán, caballero intachable, luz y guía de mis ejércitos.

Y Carlos, acongojado por sus pensamientos, se desmayó por segunda vez.

Al cabo de un rato se recobró, cuatro de sus barones sostenían su cuerpo y todos sollozaban al darse cuenta del estado de ánimo del emperador y al contemplar el cuerpo de Roldán, que yacía a pocos pasos de distancia.
Carlomagno había abierto los ojos otra vez y obsesionado miraba el cuerpo sin vida de Roldán, este conservaba toda su gallardía aunque había perdido el color. Tenía los ojos extraviados y llenos de tinieblas. Carlos se arrodilló ante él y exclamó lleno de respeto:

-Roldán, amigo mío, cuanta pena tengo al verte exánime en la verde hierba, tú, de corazón esforzado y de nobles sentimientos ofreciste tu vida por la salvación de Francia y por la gloria de tu emperador. Que Dios te acoja en su seno y te dé el merecido descanso, y ponga tu alma entre las flores, en el paraíso, al lado de los ángeles y los santos. ¡qué mal emperador tuviste! No supe ver que te enviaba a la muerte al dejarte en Roncesvalles, donde anidaba la traición. Pero tú no rehuiste el sacrificio aun sabiendo que Ganelón nos traicionaba. Toda la vida me acordaré de ti y sufriré por tu muerte.

Jamás volveré a tener alegría ni podré dar fiestas, ni me holgaré en palacio con los míos. ¡Y cómo decaerá mi fortaleza y mi ardimiento al saber que no estás a mi lado! ¿Quién sostendrá mi honor? ¿Quién defenderá a Francia? Me parece como si ya no tuviera más amigos en la tierra. ¡Oh Roldán! ¿Por qué te dejé en Roncesvalles? ¿Por qué hice caso al traidor de Ganelón?

El emperador se mesó los cabellos con ambas manos en el paroxismo del dolor.

Estaban allí sus capitanes y cien mil franceses. Contemplaban la escena traspasados por tan gran dolor que ni uno solo dejó de verter lágrimas.
El emperador no podía apartarse del sitio donde había muerto Roldán y seguía diciendo en arrebatados transportes:

-No volveré a Francia, mi amigo Roldán. No quiero ver a nadie. Y si voy y me refugio en mis propiedades de Laón vendrán hombres de todas las regiones y me preguntarán: “¿Dónde está Roldán?” Y tendré que contestarles que murió en España y todos llorarán tal desgracia.

Lloraba el emperador y seguía diciendo:

-Amigo Roldán, caballero intachable, el más valiente de Francis, cuán pronto terminó tu existencia. Nos dejaste en plena juventud cuando tanta gloria te quedaba aún por alcanzar. Cuando esté en Aquisgran mis vasallos pedirán audiencia y querrán saber noticias de tu hazaña sin par, y yo contaré a todos de tu heroísmo. Ha muerto para que Francia sobreviva, diré, y todos llorarán al saberlo. Y sin ti ¿qué pasará?... Se rebelarán los pueblos sojuzgados, los sajones, los húngaros y los búlgaros, los romanos y los de Apulia, también todos los de Palerna, los de África y los de Califerna. Todos querrán luchar contra Francia al perder yo el invencible paladín que los había derrotado. ¿Quién conducirá ahora mis huestes si ha muerto Roldán, guía y espejo de caballeros? ¡Pobre Francia! ¡Qué desolación la tuya!. Quisiera haber muerto para no ser testigo de esta irreparable desgracia. ¡Ah, Roldán, noble caballero! Jamás podré perdonarme tu pérdida.

Así hablaba el noble emperador mientras se mesaba la blanca barba. Desesperado se arrancaba los cabellos de su cabeza. Nadie era capaz de consolarle.

Cien mil franceses contemplaban aquella escena con lágrimas en los ojos.

-Qué gran pena la de nuestro emperador – decía el duque Naimón. Mientras, Carlos seguía con sus lamentos y decía con gran congoja:

-Roldán, amigo mío, cuan solos nos dejas. Que Dios te acoja en su seno y te dé el eterno descanso. Que tu alma entre en el paraíso. ¡Qué gran desdicha para Francia! Me abruma tal dolor que desearía dejar de vivir. Y vosotros, oh nobles caballeros, que habéis muerto con Roldan por la gloria de Francia, que Dios os tenga en su santa gloria. Ruego a Dios que mi alma, antes de llegar a los puertos de Cize, se separe del cuerpo hoy mismo y sea colocada junto a vosotros y mi carne enterrada con la vuestra. Quiero estar a vuestro lado, ya no deseo vivir más. ¡Oh, Señor!.

Lloraba el emperador y el duque Naimón, que mucho quería a Carlos, no sabía que decir ni que palabras emplear para consolar a su rey.
Luego, el duque no pudo contener su pena y exclamó:

-¡Oh, Dios, qué grande es la angustia de Carlos! ¡Cómo calmar su aflicción!

Y dijo Godofredo de Anjou:

-No os entreguéis tan enteramente a esta pena, señor emperador. Templad vuestro ánimo. Ahora es preciso buscar a los nuestros por todo el campo de batalla y ordenar que los lleven a una misma fosa. Creo que es lo más conveniente.

Y contestó el rey Carlos:

-Habéis hablado bien, noble barón. Que suene vuestro cuerno para dar la orden. Que los cuerpos de los héroes reposen en la misma fosa y que sean honrados como es debido. Ya nada más podemos hacer por ellos. Que Dios los acoja en su santa gloria.

Una vez dichas estas palabras el emperador volvió a quedarse abstraído en su dolor, mientras tanto, Godofredo de Anjou se dispuso a cumplimentar la orden del emperador. Hizo sonar su cuerno de caza y los franceses descabalgaron. Luego empezaron a buscar a los muertos y los fueron llevando a una misma fosa.

Había en el ejército muchos obispos y abades, monjes y canónigos. Todos acompañaron a los soldados que transportaban a los muertos. En nombre de Dios absolvieron y bendijeron a los héroes; les echaron incienso y les dieron cristiana sepultura. Era un espectáculo conmovedor. Después los dejaron allí bajo tierra. ¿Qué más podían hacer por ellos?. Sólo llorar y rezar, y cuando las circunstancias lo permitiesen luchar como valientes para que su muerte no fuera estéril.

Después el emperador ordenó que preparasen el entierro de Roldán, de Oliveros y del arzobispo Turpín, los tres héroes de Roncesvalles, que habían logrado derrotar a los infieles del rey Marsil.

El rey hizo abrir el cuerpo de los tres hombres con el objeto de recoger sus corazones en un lienzo de seda y guardarlos en un féretro de mármol. 

Eran los corazones de tres indomables guerreros que murieron por defender a su rey y por la gloria de Francia. Una vez hecho esto el rey mandó que los cuerpos de los tres barones fueran bien lavados con aromas y vino. Así se hizo, y luego los tres fueron envueltos en pieles de ciervo.  

Permaneció Carlos unos momentos contemplando los cuerpos de los tres héroes. Llamó a Tibaldo y Gebuino, al conde Milón y a Otón.

-Conducidlos sobre tres carros- dijo.

Así lo hicieron los barones y cubrieron los carros con un paño de seda de Galacia. El cortejo fúnebre partió en dirección a Francia. Escoltado por mil hombres que iban en vanguardia.

El emperador permaneció aún en el campo de batalla de Roncesvalles. Le dolía dejar aquel escenario donde se había cubierto de gloria su sobrino 

Roldán. Pero el duque Naimón se acercó y le dijo:

-Señor, es ya hora de que pensemos en regresar a Francia.
-Si, duque, dad las órdenes oportunas.

Sonaron los clarines y el ejército de Carlos emprendió la marcha. Habían andado casi una hora cuando apareció ante ellos la vanguardia de los infieles.

-¿Qué es aquello, duque? –preguntó Carlos.

-Son los sarracenos, señor. Intentan luchar contra nosotros.

Entonces, de la tropa más próxima a ellos, se acercaron dos mensajeros que pidieron permiso para hablar con Carlomagno en nombre del emir.

Carlos dio su venia y ellos hablaron en los siguientes términos:


-Rey orgulloso, no queremos dejarte regresar a Francia. El emir Baligán, nuestro amo y señor, rey de Babilonia y protector de España por disposición del rey Marsil, está muy cerca de aquí dispuesto a luchar y vencer a los franceses. Quiere vengar la derrota que habéis infligido al rey de Zaragoza. Numerosos son los ejércitos que trae de Arabia. Dice que de la misma forma que murieron Roldán y los doce pares moriréis todos antes de poder llegar a la dulce Francia. Y el que no muera tendrá que confesar la superioridad de Mahoma sobre todo lo creado. Antes de que llegue la noche empezará el combate y tendréis que demostrar si sois tan valiente como presumís.

-Decidle a vuestro emir que aceptamos el combate y que se prepare a medir su valor con el nuestro. Decidle que correrá la misma suerte que el rey Marsil y sus cien mil caballeros, que huyeron cobardemente de Roncesvalles.

Marcharon los mensajeros, con el odio reflejado en sus rostros por las palabras de Carlos, para comunicar al emir lo que habían visto y oído.

El emperador se llevó la mano a la barba en actitud pensativa. Recordaba su aflicción y lo que había perdido. El nombre de Roldán acudió a sus labios. 

Dirigió a su gente una mirada altiva; recobró su presencia de ánimo ante la inminencia de la batalla y exclamó con voz alta y potente:

-Barones de Francia, ¡a caballo y a las armas! ¡acordaros de Roldán y de Roncesvalles!.

-¡Por Roldán! ¡Montjoie! –gritaron todos los franceses, llenos de ardor combativo.

El emperador se armó el primero. Se endosó la loriga, se ató el yelmo y se ciñó a Gozosa, cuya claridad ni el mismo sol era capaz de apagar. Tomó la lanza y la blandió. Montó en Vencedor, su buen caballo, conquistado en los vados de Marsuna cuando derribó a Malpalín de Arbona. Todos los franceses le imitaron. Carlos soltó las riendas del corcel, lo espoleó vivamente y se lanzó al galope con ansias de victoria y de muerte.

Le seguían cien mil hombres, valientes y abnegados, dispuestos a emular las glorias de Roldán y de los demás héroes de Roncesvalles. Era una lucha sin cuartel la que se preparaba contra el emir Baligan, el hombre que había jurado su perdición. Bien pronto no tardaría en arrepentirse de su insensata audacia.


-¡Por Dios y el apóstol de Roma! – gritó el emperador - ¡Victoria y muerte!

-¡Victoria y muerte! –repitieron los franceses. Cien mil hombres se habían armado y cabalgaban detrás del emperador. Poseían veloces corceles y excelentes armas. Sus gonfalones pendían hasta rozar sus yelmos. En aquellos rostros curtidos por las batallas se veía la decisión de la victoria, el empeño de los audaces y el orgullo de los triunfadores.

Cuando Carlos vio aquella marcial apostura llamó a Jocerán de Provenza, al duque Naimón y a Antelmo de Maguncia y les dijo:

-Si los árabes se enfrentan a nosotros están locos, cara les venderé la muerte de Roldán. Con ríos de sangre pagarán su infame traición.
Y los barones contestaron:
-Así sea.

Carlos empezó a preparar sus huestes. Llamó a Rabel y a Guinemán y les ordenó lo siguiente:


-A vosotros os encargo que ocupéis los puestos de Roldán y Oliveros. Uno llevará la espada y otro el olifante. Cabalgad delante de todos, con vosotros irán veinte mil hombres, escogidos entre los más valientes. Detrás avanzarán otros tantos, su jefe será Gebuino. El duque Naimón y el conde Jocerán formarán dos cuerpos de ejército. Cuando llegue la hora se entablará la gran batalla. 


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