¡Hola! Hoy ando con un poco de prisa así que te dejo con algo que ya tenía mecanografiado. Quizás a simple vista no te parezca que tiene que ver mucho con este blog, pero te contaré porque decido compartirlo por aquí.
Algunas veces, al leer un relato, un pasaje de libro, las descripciones o el ambiente parecen ajustarse a la perfección a lo que puedes vivir, sentir y experimentar si te acercas al pirineo navarro. En el caso de este relato, y si decides leerlo ya sabrás en que momento, Isak Dinesen (pseudónimo de la baronesa Karen Blixen) parece llevarnos al pueblo de Arive.
No es descabellado que esta mujer, excelente narradora, hubiese conocido tierras aezkoanas, pues entre sus amistades se encontraban Ernest Hemingway (quien dijo sentirse ofendido cuando le otorgaron un premio a el y no a ella, pues sus relatos eran una inspiración para él) y Orson Welles, quien dijo de ella "mantendré la capacidad de enamorarme mientras conserve la vista para leer a Isak Dinesen".
Autora muy prolífica de relatos cortos, es harto complicado encontrarlos en castellano y dependiendo de las diferentes ediciones de una misma recopilación encontrarás uno u otro. Tio Theodore, creo recordar, puedes encontrarlo dentro de sus cuentos góticos. Si te gusta esta autora vas a disfrutar de lo lindo, pues algunos personajes secundarios (que sólo aparecen, en ocasiones, mencionados) aparecen en otros relatos..
Bueno, me dices que te parece.
Tío Théodore, Isak Dinesen
Un día de mayo, cuando los castaños ya habían florecido, el anciano vizconde de Vieusac paseaba lentamente por Les Champs Elysées.
En el centro, a lo lejos, se erguía el Arc de Triomphe envuelto, como siempre, en una bruma azulada; coches y camiones pasaban veloces a su lado, en ambas direcciones, como golondrinas en un día de verano, dándole el aspecto de una vieja golondrina solitaria que siguiera su misma ruta sin integrarse en la bandada. El vizconde de Vieusac meditaba sobre la curiosa trampa del destino: él, que había sido tan joven, era ahora viejo. «París, París –pensó-, me viste joven y vigoroso elevándome como una cometa ebria de ti y de juventud; es lógico que también veas mi triste ancianidad y que pase mis últimos años en tus brazos. Sin embargo, no quiero que sea así. Te entregué lo mejor de mí mismo: al joven vizconde de Vieusac, a quien las mujeres consideraban tan seductor. Si es a él al que guardas en tu gran corazón entonces yo debo partir. Oh, París, por consideración al conde Vieusac, que fue mi vida, abandonaré tus bulevares, el Sena y la Abadía. Y a las parisinas. Que dios nos proteja a ti y a mí.»
Poco tiempo después, ya en la provincia, el vizconde de Vieusac se casó en secreto con una hábil cocinera. Al año siguiente, se encontró un buen día con un pequeño vizconde de Vieusac en los brazos; se sintió ligeramente perturbado, pues era algo que no había previsto. El anciano vizconde era un poco filósofo. Mientras admiraba a la criatura pensó: «Hijo mío, si supieras lo que es la vida, tal vez no me agradecerías el haberte engendrado. »
Sin embargo, se sentía orgulloso de tener un hijo, y no le faltaban razones. Unos meses después enfermó y una noche de verano abandonó este mundo para reunirse con sus antepasados, lo cual le deparó numerosas sorpresas.
El pequeño Jacques fue enviado a los mejores colegios de Francia y del extranjero; como un sello de correos, iba de aquí para allá, y en cada lugar era estampillado con el timbre apropiado. El día que cumplió dieciséis años su madre tuvo una seria conversación con él.
-Mi querido Jacques –le dijo-. Te amo más que a nada en el mundo. Ahora quiero que sepas cómo espero que retribuyas este cariño. Tu padre se casó conmigo por amor, y yo me casé con él por ambición. Ya en el tiempo que era pinche de cocina rogaba a dios que algún día pudiera contarme entre los que se sentaban a comer los manjares. Fue una gran frustración. Soy demasiado plebeya, demasiado pequeña y obesa, y mis mejillas son demasiado rojas; ni siquiera sé conversar. Sea quien sea quien se siente a mi lado en la mesa, más vale que abandone la mesa de inmediato. Pero ahora mis ambiciones por fin serán satisfechas, pues, gracias a dios, tú no te pareces nada a mí. Eres un auténtico Vieusac (aunque al mismo tiempo eres de mi carne y de mi sangre, sí, en cierto modo eres yo misma). Por lo tanto, quiero explicarte como viviremos. Me compraré una casita en Chantilly, donde llevaré una vida tranquila junto a mi fiel Victorine, y me haré llamar sencillamente madame Vieusac; mi única alegría será pensar en ti. Porque tú, mi querido Jacques, irás a Paris. Aunque los asuntos financieros de tu padre andaban mal cuando nos casamos, he ahorrado dinero: posees un capital que te permitirá vivir en Paris algunos años. Procura encontrar una esposa rica. Ve a Paris, hijo mío, anda a los teatros, a las carreras, hazte miembro de sus clubs, procura tener los mejores caballos y coches, sí, procura tener lo mejor en todo orden de cosas, y envíame los periódicos donde se te mencione. Sé feliz, mi querido Jacques, compórtate como un auténtico noble, un noble como los que salen en los libros de cuentos, y por encima de todo, no me incluyas en tu vida: recuerda el primer y último ruego que te hace tu madre, y no me causes el dolor de ver destruida la honra de mi hijo. Guarda mi fotografía en una gaveta.
El joven vizconde de Vieusac fue a París a los diecisiete años, dotado de ojos oscuros y piernas largas y rectas; sus músculos, dientes, y apetito eran los de una joven ave de rapiña. El aire de París, el vino, la comida, el ambiente, las miradas, el modo de caminar y el perfume de las mujeres lo embriagaron como una botella de Moët & Chandon, y en este estado de ebriedad permaneció dos años y medio. A partir de ese momento su cabeza empezó a despejarse. Cuando cumplió veintidós años se dijo a sí mismo: «Jacques es hora de hacer un buen matrimonio, de lo contrario tu reputación comenzará a disminuir, o en el mejor de los casos, lo que más podrás hacer es mantenerla en el punto en que se encuentra. La gente se ha acostumbrado a ti. Los rostros de tus amigos ya no se iluminan cuando te ven; los trabajadores de la calle no te sonríen; las mujeres… las mujeres, Jacques, continuarán amándote hasta el día de tu muerte, pero ya no seducirás a aquellas que se sintieron orgullosas de entregarse a ti, y tentadas de proclamar ante el mundo e incluso ante sus esposos, “Vieusac, Jacques de Vieusac me ama, y yo a él”.» Jacques no tenía ganas de casarse, pero sabía que era inútil oponerse al destino. Decidió sacarle el mejor partido al asunto, y cuando empezó a buscar una esposa, como era un partidario entusiasta de la verdad y la sinceridad, se dirigió a Scheveningen.
Allí, sobre la amplia extensión de arena blanca, donde los modelos de Redfem, Worth y Paquin se movían como pequeñas motas de color blanco, rosado y violeta entre el infinito azul del cielo y el infinito azul del mar, charló –acompañado por el estampido de las olas del océano atlántico- con muchas mujeres hermosas, ataviadas a la última moda, y reflexionó con calma; pero, inevitablemente, todos tropezamos con nuestro destino y Jacques conoció a Suzanne Boyer.
Una cabeza de muchacha surgió de una ola, a su lado. La joven, deslumbrante de agua salada y luz del sol, pareció preguntarse si no habría peligro, si sus rizos estarían mojados, y con gesto franco y desinhibido, cuando la ola retrocedió hacia el mar, se irguió frente a él, parada en un lugar poco profundo sobre sus dos pies, cuyos talones eran rosados como conchas marinas.
Aunque Jacques era un enamorado del amor, nunca antes había conocido emociones ni caballos que no pudiera controlar. Se dio cuenta de que algo dentro de él estaba mordiendo el freno, a punto de desbocarse; calladamente se encomendó a dios. Hizo averiguaciones sobre ella en el hotel y le dijeron que era la hija de un adinerado fabricante de chocolate y que viajaba con una tía que se encontraba muy enferma y debía guardar la cama. Aún supo más, que era de Bordeaux, por lo que a Jacques se le vino a la memoria aquella canción que decía: «une délicieuse Bordelaise, une hambe don ton meurt d´aise.»
Esa noche, al acostarse, pensó que era verdad que el amor puede endulzarlo todo, hasta el matrimonio. A continuación realizaron todo el programa de actividades que una pareja de jóvenes independientes debe cumplir para llegar a comprometerse, y con paseos, tanto a caballo como a pie, con sinceridad y celo –Jacques incluso llegó a ser presentado a la tía de Suzanne, una dama que casi no hablaba-, y esos detestables valses de opereta escuchados entre las palmeras, avanzaron con decisión hacia la noche en la terraza, entre las diez y las once, en que Jacques, vestido de etiqueta le dijo:
-Sabes que te amo. ¿Quieres casarte conmigo?
Suzanne lo miró a los ojos y pensó: «es encantador.» Y como estaba tan enamorada, lucía un traje tan hermoso, y él era un vizconde, un instante después se besaron, lo cual también se hallaba incluido en el programa. Sin embargo, omitieron el resto de formalidades.
Aquella noche, antes de separarse, Suzanne le preguntó con timidez si él podría alquilar al día siguiente una pequeña calesa para dar un paseo juntos, pues tenía algo que comunicarle. No quiso decirle de que se trataba, y dejó a Jacques en la duda, sin saber si sería un secreto inocente o una amenaza, lo que no le agradó en absoluto.
Los dos se levantaron muy temprano, y a las nueve y media ya se habían internado entre las dunas, donde se apearon y dejaron que el caballo pastara junto a un molino de viento. En medio de la hierba reseca florecían pequeños pensamientos silvestres. Nubes blancas empujadas por el viento se movían sin trabas en la inmensidad del cielo. Suzanne se sentó sobre la hierba con su traje blanco y negro y su sombrero rojo.
-Mi querido Jacques –dijo-, no soy hija de un rico comerciante de Bordeaux y mi apellido no es Boyer; me lalmo Suzon Pilou. A decir la verdad, no soy en absoluto más respetable que tú, y bien es cierto que soy una mujer, no soy un vizconde. Por lo tanto no soy digna de ti.
Jacques de Vieusac, que había albergado ciertas sospechas, permaneció sentado, muy pálido, la mirada perdida en el océano, y dijo:
-Continúa, cuéntamelo todo.
-En Niza, cuando tenía quince años, vendía flores a la entrada de los hoteles; casi siempre ramitos de azahares a los novios de luna de miel. En cierta ocasión el barón Salla me vio y me dijo que yo tenía posibilidades. Me apartó de mi negocio y pagó los gastos de mi educación durante tres años. Aprendí muchas cosas, vizconde de Vieusac.
-Prosigue –dijo Jacques, que en realidad sufría.
-Pues, imagínate –continuó Suzon- que por aquella época él comenzó a especular con acciones de minas de cobre, y cuando se enteró de que había perdido su fortuna, tuvo un ataque de apoplejía y quedó paralizado. (Como ves, Jacques, no tengo nada que reprocharme). Apenas consiguió articular unas pocas palabras envió a por mí; yo, con sólo verlo, ni siquiera atiné a moverme y me eché a llorar.
«Mi querida niña –dijo con voz débil-, ya ves que no puedo hacer nada por ti. Sin embargo, no temo por tu futuro, Suzon. Siempre serás capaz de abrirte camino en el mundo. No obstante, mientras permanecía aquí acostado, he pensado en muchas cosas; nunca sabe lo que puede suceder y tal vez sería mejor que te casaras. Aún me quedan cincuenta mil francos que había reservado para ti. Cógelos, hazte un buen vestuario y ponte en marcha. He pensado en varios lugares, y creo que Scheveningen es el mejor. Puedes llevar a la mujer del portero como acompañante; tiene dignidad, pero debes mantenerla en segundo plano; en todo caso no dejes que hable. En el mundo hay jóvenes honestos, quizá logres casarte con uno. Pero si no lo consigues, si no es la voluntad de dios que así sea, entonces ve a París, Suzon; te daré la dirección de Madame Liane, creca del Theâtre Bouffe. » Cuando terminó de hablar, lo besé y me fui -Suzon permaneció callada un momento y durante la pausa escuchó los profundos suspiros de Jacques-. Como ves –prosiguó-, mi intención no es casarme, hora eres tú quien debe decidir. Medita sobre esto, muchacho.
Jacques de Vieusac echó hacia atrás su sombrero porque tenía la frente sudorosa, ofreció un cigarrillo a la chica, encendió otro para él y permanecieron sentados durante tres horas sin hablar. Finalmente Jacques rompió el silencio.
-No –dijo-; soy el conde de Vieusac. Y te amo, Suzon. ¿Quieres casarte conmigo?
-¡Oh, sí! –exclamó ella ovillándose a su lado. Se quedaron muy apretados el uno contra el otro.
-Pero, Suzon –repuso Jacques-, yo tampoco tengo dinero. ¿De qué vamos a vivir?
-Ya verás cómo nos las arreglamos –dijo Suzon.
-Sí, tal vez podamos hacerlo –replicó Jacques, y se quitó el sombrero -, pero debemos inventar… -pensó un largo rato. Reflexionó tensa y enérgicamente hasta recordar una conversación entre la anciana madame de Vieusac y Victorine, que él había escuchado un domingo por la mañana cuando era pequeño-. Tío Théodore… -dijo-, debemos inventar a tío Théodore.
-¿A quién? –preguntó Suzon.
-El hermano de mi madre; tío Théodore –dijo Jacques-. En vano buscaríamos en la familia por el lado de mi padre. Mi madre tenía un hermano, que, cuando ella era soltera, emigró a América, a trabajar como cocinero. Allí se hizo cargo de una fábrica de galletas. Puede haber ganado una fortuna con eso.
-Sí, es probable –dijo Suzon.
-Puede haber ganado veinte millones de dólares –dijo Jacques-, que son cien millones de francos. Pudo haberse casado con una inmigrante francesa que estaba sola en el mundo y ella puede haber muerto. Por lo tanto yo sería su heredero.
-Tú eres su heredero, heredero de cien millones de francos, Jacques mío –dijo ella.
-Sí, creo que tengo su retrato en una fotografía de grupo –añadió él-, mejor será que lo veas.
-Sí –repuso Suzon-; madame Humbert también espera heredar de un tío en América.
-Tener un tío en América –dijo Jacques con aire pensativo, pues había heredado de su padre la tendencia a filosofar- no debería ser nada del otro mundo.
-Aunque posea veinte millones de dólares –dijo Suzon.
-Es muy probable que tío Théodore se haya hecho rico –prosiguió Jacques-, y si no fuera así, ignoro de quién sería la culpa, pero mía no sería.
-Te quiero –dijo Suzon.
-Pienso seriamente – dijo Jacques volviendo a ponerse el sombrero- que no es dinero lo que la humanidad necesita más. Creo que lo que necesita es algo hermoso.
-Sí, como la vida que llevaremos, Jacques –dijo ella.
-Sí –aseguró Jacques.
Poco después se celebró en París la boda del vizconde de Vieusac. El viejo vizconde era el último de su familia; la gente sabía que se había casado con alguien muy inferior en rango y pensaban que la viuda ya había muerto; por lo tanto, nadie se extrañó de que hubiesen tan pocos parientes del novio. Por otro lado, toda la mejor sociedad de París, que le tenía gran simpatía, asistió a la boda. Los padres de la novia también habían muerto. Su tía lució un magnífico vestido negro y plateado. El barón Salla, un antiguo amigo de la familia, que apenas podía sostenerse en pie, se hallaba visiblemente contento de entregar a la novia, y la encantadora desposada lanzó la moda de la falda-pantalón bajo una enorme cola de brocado blanco decorada con diminutos ramos de azahares, como traje de novia. Al entrar en la iglesia Jacques recordó a su madre. Estaba serio y se le veía muy pálido. Durante el viaje de luna de miel Jacques sólo pensó una vez en tío Théodore y cogió instintivamente la mano de Suzón. Luego se instalaron en una casita en la avenida du Bois donde vivieron en un estado de indescriptible felicidad. Tenían un coche, un palco en la ópera. Sus caballos se contaban entre los más hermosos del paseo de las Acacias y los vestidos de Suzon eran famosos. Su pequeño círculo, al igual que dos o tres más, se tenía por el más delecto de París. Y mucha gente sabía que ellos heredarían del tío Théodore. Jacques engordó un poco con esta nueva vida; no se sentía enamorado de Suzon, pero ella se le había hecho indispensable. Suzon se mantenía delgada y flexible como la hoja de una espada y no parecía cansarse nunca. Así transcurrieron uno o dos años durante los cuales Jacques enviaba continuamente recortes de periódico a Chantilly. Una cantidad increíble.
Un día de verano, Vieusac y su esposa estaban sentados en un balcón desde el cual se veía el amplio paisaje de Cauteretz y de los Pirineos franceses. No se trataba de un hotel de moda, sino más bien de un lugar para el tratamiento de la artritis, pero durante años habían seguido la moda con tanta fidelidad, que ahora sentían la necesidad de aflojar un poco sus corsés espirituales. Hacía mucho calor, y desde su balcón, que estaba en la sombra, se distraían mirando a las personas y a los animales que deambulaban por las calles blancas bajo el sol. Mientras observaban, tomaban el té –habían sido educados muy bien, no por alguien en particular, sino por el conjunto de la sociedad-; Suzon incluso comía un poco de mermelada de naranja. Aunque era más agradable no pensar en nada, ahora se veían obligados a hacerlo y deliberaban juntos.
-No podré continuar así por mucho tiempo más –dijo el vizconde de Vieusac. Como Suzon no respondiera, después de un rato agregó: -Ya comienzan a dudar. Todo el mundo duda en esta época. Dudan de tío Theodore.
-Aún no –dijo Suzon.
-Cuando dices aún no –repuso Jacques-, estas diciendo que en algún momento empezarán a hacerlo.
-Por supuesto que sí –dijo Suzon-, si es que no son completamente idiotas. Él no existe.
-Y entonces estaremos perdidos –dijo Jacques.
-Acabados –agregó ella.
-Comienzan a dudar –dijo Jacques- en este preciso instante.
Suzón permaneció un momento con la vista perdida en la lejanía mientras pasaba la lengua por la cucharilla.
-Creo que tienes al tío Théodore metido entre ceja y ceja –dijo ella con voz débil.
-¿Qué has dicho? –replicó Jacques.
-Creo que tienes al tío Théodore metido entre ceja y ceja –repitió Suzon.
Jacques se sentía tan indignado que estuvo a punto de responder algo, pero hacía tanto calor y, ¿de qué servía reconvertir a su esposa? Empezó a beber su té.
-Tío Thédore era tan bueno –dijo Suzon luego de una pausa-; era tan buena idea… A pesar de eso… pronto estaremos perdidos.
Jacques tenía un verdadero dolor de cabeza por culpa de tío Théodore. Lo peor de todo era que la situación se le escapaba de las manos. Se enfrentaba a la ruina de ambos del mismo modo que los hombres modernos se enfrentan a la muerte: no tenía la menor idea de lo que iba a suceder. Y Suzon, quien por lo general lo ayudaba a salir de dificultades, no se tomaba en serio ni la muerte ni la ruina. Él intuía que lo primero que debía hacer era convencerla de la gravedad de la situación, pero al mismo tiempo sabía que eso era imposible.
En ese instante llamaron a la puerta del salón y cuando dijeron «¡Entre!», apareció Aristide, el administrador del hotel.
Dicho administrador era digno de lástima, pues aunque se daba perfecta cuenta de que su hotel no era de primera clase, rehusaba admitir que era de segunda. Se veía obligado a trabajar para personas a quienes despreciaba, y las despreciaba por aceptar que él trabajase para ellas.
-Su gracia, señor vizconde –dijo e hizo una profunda venia-, si usted se dignase podría hacerme un gran favor. Hoy he recibido una carta absolutamente ilegible. Si el señor vizconde se dignase a…
-¿Y qué le hace pensar que yo podría leerla? –dijo Jacques a la defensiva.
-¡Oh! –exclamó el administrador-, el señor vizconde conoce la caligrafía. La carta es del señor vizconde, del señor Théodore Petitsfours, de América.
Y vio cómo el administrador sacaba una carta de su bolsillo y se la entregaba. Las ideas se sucedieron de manera vertiginosa en su mente mientras ella leía la carta; casi experimentaba la relajada alegría de un espectador que no sabe si el acróbata del circo podrá realizar felizmente una prueba difícil; pensó que debía estarle agradecido a Salla por haberla educado tan bien.
Suzon terminó de leer la carta.
-Desea tres habitaciones en el cuarto piso –dijo al administrador-. Son para él y su criado negro. Llega esta tarde. Dios mío Jacques –añadió dirigiéndose a su esposo-, por fin han fructificado nuestros esfuerzos por persuadirlo. Que buena nueva.
-¡Mon –dijo el administrador al pensar en las habitaciones del cuarto piso –Dieu! –y al decir esto, expresó sin saber los pensamientos del vizconde.