2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
Avanzaba el día y brillaba la tarde. El ejército de
Carlomagno iba hacia Roncesvalles sin darse punto de reposo. El emperador
estaba lleno de cólera y muchos hombres lloraban de pena. Todos sufrían por
Roldán y sus pares.
Las armaduras resplandecían bajo el sol, flameaban las cotas
y los yelmos, los escudos con flores pintadas y las lanzas y gonfalones
dorados.
El emperador antes de partir había hecho prender al traidor
Ganelón. Ya no podía dudar de su crimen; él fue quien llevó la embajada a
Marsil y quien dio la idea de dejar la retaguardia en Roncesvalles. El
emperador entregó a Ganelón a los cocineros de su casa, llamó a Besgón, su
jefe, y le dijo:
-Aquí tienes a este hombre, guárdalo y trátalo como un
traidor.
Bergón recibió al hombre bajo custodia y le puso en manos de
cien pinches de cocina para que le trataran como traidor que era. Unos le
arrancaron los pelos de la barba y de los bigotes, otros le apalearon con
bastones. Luego le echaron al cuello una cadena como si fuera un animal feroz.
Después de esto le izaron sobre una acémilla y así le guardaron hasta el día en
que habían de devolvérselo a Carlos.
Por los montes, cañadas y torrentes avanzaba el ejército de
Carlos en ayuda de Roldán. Por todas partes sonaban los clarines y cada vez se
oía más cerca el olifante.
Cabalgaba el emperador con el ceño fruncido, y sus hombres
estaban llenos de cólera y angustia. Muchos lloraban y se lamentaban, y todos
rogaban a dios que preservase a Roldán de todo peligro hasta que ellos llegasen
al campo de batalla, entonces ellos lucharían al lado del héroe y los infieles
serían derrotados. Pero el camino había sido largo, no podrían llegar a tiempo.
No había descanso en las tropas de Carlomagno, a marchas
forzadas avanzaban hacia Roncesvalles y todos se lamentaban de no poder estar
ya al lado de Roldan, que siempre los había llevado a la victoria en su lucha
contra los sarracenos. Ahora estaba en peligro y ellos no podían socorrerle con
la premura deseada.
-¡Señor, señor! ¿Por qué los corceles no avanzan más
deprisa? ¿Por qué el camino es tan largo? ¿Qué estará haciendo Roldán ahora?
¿Está vivo aún?
Roldán otea montes y valles sin resultado, nadie viene en su
ayuda. Sólo ve a su alrededor muchos franceses muertos y pocos con vida. El
noble caballero se acongoja al pensar en los suyos y exclama con la voz
quebrada por sollozos:
-Señores barones que habéis muerto por defender el honor de
Francia, que Dios nos acoja en su seno y que vuestras almas vayan al paraíso.
Reposad allí entre los santos ¡Oh, Dios mío! Nunca hubo soldados tan valerosos
como vosotros. Habéis luchado de forma extraordinaria y nunca perdisteis el ánimo
a pesar de la adversidad. Habíais conquistado muchos países para el rey Carlos
y ahora todo terminó en Roncesvalles porque la traición pudo más que la nobleza
y el valor. ¡Oh, dulce Francia, ahora asolada por el peor de los azotes!
Barones franceses, os he visto morir por mi causa y no pude defenderos ni
salvaros. Que Dios os proteja, él que todo lo puede. Y ahora no puedo abandonar
a mi amigo Oliveros ¡Volvamos a la lucha!
Después de lamentarse ante los cuerpos sin vida de sus
capitanes el conde Roldán volvió al campo de batalla. Llevaba con él a Durandarte,
su terrible espada, y peleaba con coraje indomable. Mató a Falerón de Puy y a
veinticinco sarracenos bravos. Jamás hombre alguno llevó a cabo tal hazaña.
Como los ciervos que huyen del acoso de los perros, así huían los sarracenos
ante Roldán. Nadie se atrevía a medirse con él y en el campo sarraceno se
escucharon lamentos y gritos de angustia.
El arzobispo Turpín exclamo;
-Bravo Roldán, el mejor de todos. Habéis combatido
valerosamente como buen caballero. ¡Que Dios os lo premie!
Y Roldán gritaba a sus hombres:
-¡Avanzad, que no quede ni un sarraceno con vida! ¡adelante!
Los pocos franceses que quedaban siguieron enardecidos a su
capitán, pero sufrieron un gran quebranto.
En aquella batalla no había ni tregua ni cuartel, se peleaba
rudamente y crecía el arrojo de los franceses al ver cercana su muerte.
De pronto surgió el rey Marsil en el campo de batalla, el
sarraceno montaba en un caballo llamado Gañún. Acometió a Bevón, señor de
Beaume y Dijon, le rompió el escudo y le rasgó la cota y sin que el francés
pudiese defenderse le derribó muerto. Luego el rey de Zaragoza mató a Ives, a
Ivolín y a Gerardo de Rosellón.
Al ver el estrago causado por Marsil Roldán, que estaba muy
cerca, avanzó hacia él y exclamó con voz de trueno:
-Pagarás cara tu hazaña, rey Marsil. Aprenderás a conocer el
nombre de mi espada.
Y el conde Roldán atacó a Marsil y le cortó la muñeca
derecha, luego le cortó la cabeza a Jufaret el Rojo, hijo del rey de Zaragoza.
Los infieles se aterrorizaron al ver tales proezas y
gritaban al cielo:
-¡Ayúdanos, Mahoma! ¡Apoya nuestras armas, Apolo! Estos
franceses nos matarán a todos antes que dejarnos el campo libre.
-No podremos vencerles.
Y pronto cundió el pánico y los infieles se decían unos a
otros: - Es mejor huir que morir.
Y cien mil sarracenos con su rey a la cabeza escaparon de
Roncesvalles sin volver la vista atrás.
Los cien mil ya no iban a volver pero ¿de qué servía esto?
Es cierto que huyó Marsil, sin embargo aún quedaba su tío Marganice, rey de
Cartago y Etiopía, tierra maldita. Este rey mandaba a los negros de grandes
narices y anchas orejas. Eran más de cincuenta mil los hombres de Marganice.
Cabalgaban furiosamente y lanzaban sus gritos de guerra, estaban ansiosos de
muerte y de botín.
Al ver el alud enemigo Roldán exclamó con voz muy triste:
-Nada podemos hacer ya, todos vamos a ser víctimas de
nuestros enemigos, pero hemos de vender cara nuestra vida y devolver golpe por
golpe. ¡Atacad sin tregua y matad a cuantos podáis! Francia no será deshonrada
y cuando Carlos llegue a este campo de batalla verá con sus propios ojos el
escarmiento que hicimos en los sarracenos. Por cada uno de los nuestros
encontrarán la muerte quince de ellos y Carlos se sentirá orgulloso de
nosotros.
Seguían avanzando las tropas de Marganice y Roldán
contemplándolas habló así:
-No existe la menor duda, hoy es el día de nuestra muerte.
¡A ellos! ¡A luchar sin tregua!
-Así sea –dijo Oliveros.
Y a estas palabras los franceses atacaron valientemente.
Cuando los infieles vieron que sus enemigos eran tan pocos
cobraron nuevos ánimos y se dijeron los unos a los otros:
-¡Venceremos sin duda!
-¡Nadie podrá oponerse a nuestra victoria!
El rey Marganice montaba un caballo bayo. Era alto y fuerte
y sus ojos brillaban de odio. Azuzó fuertemente a su corcel con sus espuelas
doradas y atacó a Oliveros por detrás. La espalda de Oliveros era un buen
blanco sin escudo ni cota de malla. El infiel atravesó con su lanza el cuerpo
del francés. El arma atravesó su pecho y asomó por delante.
Grande fue la alegría de Marganice después de haber asestado
tan terrible golpe, orgulloso de su hazaña dijo:
-Habéis recibido un buen golpe, franceses, el emperador os
ha dejado bien solos. Él nos hizo mucho daño pero ahora lo pagaréis con creces.
Uno de vuestros paladines ya no podrá jactarse de sus victorias. ¡Grande ha
sido nuestra venganza!
Oliveros, herido de muerte, aún tuvo fuerzas de blandir a
Altaclara y herir con ella a Marganice sobre el dorado yelmo, saltaron a tierra
sus florines y pedrería, y Oliveros, casi tambaleante, partió la cabeza de su
enemigo, que se desplomó muerto sin exhalar un solo grito y con los ojos bien
abiertos por la sorpresa.
Al ver muerto a Marganice, Oliveros aún pudo decir como un
susurro:
-Has muerto, infiel, no puedes jactarte ya de tu fácil
victoria. Es cierto que Carlos ha perdido mucho en esta batalla pero al menos
tú no podrás envanecerte de ello ni contarle a tu mujer o a tus damas que me
has arrebatado la vida. ¡Oh, Señor!
Y Oliveros que sentía sus fuerzas agotarse llamó a Roldán
para que le ayudase a bien morir.
Comprendió Oliveros que estaba herido de muerte, ya todo le
parecía poco importante.
Había peleado como buen caballero en defensa de su
patria y su rey. Nunca olvidaría el grito de guerra del emperador y así dijo al
ver a Roldan, que se acercaba.
-¡Montjoie, Montjoie, Roldán! Venid presto a mí, hoy nos
separaremos para siempre.
Roldán estaba junto a él, contempló su rostro. Le vio sin
brillo, pálido, lívido y descolorido.
Corría la sangre a lo largo del cuerpo y
se coagulaba al llegar al suelo. Roldán se impresionó grandemente ante
semejante infortunio.
-¿Estáis aquí, Roldán? –preguntó el moribundo.
-¡Dios mío! –exclamó el conde- ¿Qué hare yo ahora sin mi
fiel compañero?, Grande es nuestro infortunio, Oliveros. Dulce Francia ¡qué
desolada quedarás sin tus mejores hombres! ¡Qué gran derrota esta para nuestro
emperador! Y después de esto Roldán se desvaneció sobre su caballo.
Allá iba Roldán desvanecido sobre su caballo estando
Oliveros herido de muerte. Había derramado mucha sangre y sus ojos estaban
turbios. No podía reconocer a nadie de cerca ni de lejos.
Iban los dos a caballo, uno desvanecido y el otro herido,
pero Oliveros no podía reconocer a nadie y tropezando con Roldán creyó que era
un enemigo. Aún tuvo fuerzas para darle un golpe con su espada sin que,
afortunadamente, le causase daño. Se irguió Roldán y se dio cuenta de lo
ocurrido así que le dijo con voz dulce.
-Amigo Oliveros, ¿Qué habéis hecho? Soy Roldán, vuestro
amigo, el que tanto os ama. ¿Queríais matarme?
-Ahora escucho vuestra voz –contestó Oliveros- pero no logro
veros ¡perdonadme!
-No he recibido ningún daño, os perdono aquí y ante Dios.
-¡Gracias Roldán! –murmuró Oliveros con voz apagada.
Y ambos capitanes se inclinaron el uno a otro, era la
postrer despedida de dos amigos que habían luchado hasta el fin.
Oliveros se sintió acongojado por la muerte, ya no podía
resistir en la montura y echó pie a tierra haciendo un gran esfuerzo para
tenderse en el suelo. Se arrodilló y rezó en voz alta.
Juntó las manos y
levantó los ojos al cielo, humildemente pidió a Dios que le concediera el
paraíso y bendijese a Carlos, a la dulce Francia y a Roldán su compañero. Al
terminar su plegaria le flaqueó el corazón, cayó su yelmo y su cuerpo se
desplomó. Acababa de morir.
El conde Roldán echó pie a tierra y comenzó a llorar,
gimiendo, sobre el cadáver de su amigo. Nunca hubo hombre tan desdichado como
Roldan, abrazado al cuerpo de su compañero.
Montó en su caballo y siguió lamentándose con voz quebrada
por los sollozos.
-¡Oh Dios mío! Infortunada ha sido vuestra bravura, oh,
Oliveros. Durante muchos años fuimos amigos fieles y jamás nos causamos daño.
Ahora habéis muerto y yo sigo viviendo.
Era tal su congoja que Roldán sufrió otro desvanecimiento
montado sobre su caballo llamado Vigilante. Sus estribos de oro fino le
mantuvieron montado en la silla, no podría caer aunque se inclinase a uno u
otro lado.
Al cabo de un rato recobró el sentido y pronto advirtió la
catástrofe que se cernía sobre sus tropas. Casi todos sus hombres habían
muerto, sólo quedaban el arzobispo Turpin y Gualterio de Ulmo.
Gualterio había descendido de la montaña donde estuvo
luchando contra los sarracenos hasta que no le quedó ni un soldado. Ahora
estaba en el valle y llamó a Roldán con grandes voces:
-¡Conde Roldán! Esforzado caballero y paladín de Francia,
jamás tuve miedo estando junto a vos ¿no me conocéis? Soy Gualterio de Ulmo, el
que conquistó Monteagudo, sobrino del viejo Droón, ¿os acordáis? Yo era vuestro
favorito. Ahora mi lanza está rota y mi escudo destrozado. De todos mis
hermanos sólo yo quedé con vida, pero ahora voy a morir.
Al oír estas palabras Roldán acudió presurosos junto a él.
Roldán animó a Gualterio y ambos prosiguieron su lucha
contra los sarracenos, Roldán mató a veinte infieles, Gualterio a siete y
Turpín a cinco.
Y los infieles al ver tanta mortandad causada sólo por tres
hombres exclamaron a grandes voces:
-¡Que no escape ninguno de los tres! ¡Traidor y cobarde el
que los deje huir!
Los sarracenos lanzaron gritos y alaridos y el campo de
batalla se llenó de ellos, luchando contra los tres franceses, el resto de las
tropas que defendían Roncesvalles.
14.- La derrota de los infieles