Se enfrentaron los dos ejércitos.
Impresionante era el campo de batalla por las grandes masas
de hombres dispuestos a enfrentarse. Jamás hubo ejércitos tan numerosos. Ancha
era la llanura y extensa la comarca. Esta circunstancia permitía a los
combatientes maniobrar con holgura. Lucían bajo el sol los yelmos de oro
cubiertos de pedrería, los escudos y lorigas bordadas y las lanzas y pendones
atados a los hierros. Maravillaba la estampa guerrera, porque el dolor y la
muerte aún no habían hecho acto de presencia.
Sonaban los clarines sin descanso en uno y otro bando, pero
en el campo francés sólo se oía cada vez más claro el olifante que había
pertenecido al invicto Roldán, muerto hacía pocos días en Roncesvalles por la
traición de Ganelón.
El emir Baligán llamó a su hermano Canabeo, rey de Betulia,
cuyas tierras llegaban hasta Valsevré. Cuando éste acudió a su lado, el emir le
mostro las huestes de Carlomagno y exclamó con voz firme:
-Ahí está el orgullo de Francia. Su emperador cabalga
jactancioso sin saber que va en busca de su propia derrota y muerte. Va detrás
con esos viejos que sobre sus lorigas dejan flotar sus barbas blancas como la
nieve. No obstante creo que combatirán bien y tendremos una dura y áspera pelea
hasta conseguir la victoria. Esta es la más grande batalla que vieron los siglos.
-Bien has hablado, hermano –replicó el rey de Betulia-. Pero
nada podrán contra nosotros. Somos muy superiores a ellos en todo. Mahoma y
Apolo nos darán la victoria. Su dios nada podrá hacer para salvarles de la
muerte y la humillación.
Entonces, Baligán se adelantó a sus tropas y gritó:
-¡Adelante sarracenos! Ha llegado el momento. Yo os indicaré
el camino.
El emir blandió la lanza y enfiló la punta contra Carlos.
Carlos vio al emir y a sus ejércitos que llenaban la comarca
menos el terreno que él pisaba. Entonces exclamó, dirigiéndose a sus hombres:
-Barones franceses, ha llegado el momento que esperábamos;
delante nuestro se halla todo el ejército sarraceno, dispuesto a aplastarnos.
Vosotros sois buenos vasallos y habéis resistido muchas batallas. Los infieles
son felones y cobardes y su ley nada vale comparada con la nuestra. Sus dioses
son falsos y nuestro Dios es verdadero. Aunque sean más numerosos que nosotros
esto no es suficiente para vencernos. Somos mejores que ellos y cada francés vale
por diez infieles. Tenedlo presente amigos, y seguidme pronto sin titubeos. El
que no lo haga así puede irse, será cobarde e indigno de ser francés.
Carlomagno picó las espuelas al corcel, Vencedor saltó
cuatro veces y los franceses dijeron admirados:
-El emperador es el más valiente de todos, nadie puede
igualarlo. Cabalguemos sin temor y la victoria será nuestra, que nadie
desfallezca ya que debemos vengar a los nuestros.
El día era claro y lucía el sol en lo alto.
Los dos ejércitos se aprestaron para el combate.
Choraron las vanguardias y los gritos de victoria y de dolor
se entremezclaron. Caían los hombres, heridos y muertos.
El conde Rabel y el conde Guinemán soltaron las riendas y
espolearon vivamente a sus corceles. Animados por su emperador los franceses
comenzaron a herir con sus afiladas lanzas. Era tal su arrojo que muchos
sarracenos mordieron el polvo sin poder maldecir a sus dioses.
El conde Rabel era un valiente caballero. Cabalgó sin temor
y atacó al rey persa Turleu. Nada pudo hacer el sarraceno para evitar el
encontronazo. El conde francés le hundió en el cuerpo la dorada lanza y le
derribó muerto en el suelo. Y los franceses dijeron:
-¡Dios está con nosotros! El emperador es invencible y
debemos ayudarle.
Guinrmán encontró al rey vitalicio y peleó con él. Poco duró
el combate, pues el francés se impulsó enseguida. Le rompió la adarga pintada
de flores, le desgarró la lóriga y le hundió en el cuerpo todo el gonfalón. Así
murió el rey vitalicio con gran consternación de los infieles.
Los hombres de Carlos se alegraron extraordinariamente al
ver tal proeza y exclamaron:
-¡Qué gran victoria la de Guinemán! Ha matado a uno de los
reyes sarracenos, Dios eligió a Carlos para mantener la verdad. ¡Nadie podrá impedir
su victoria!
Malprimis, el hijo del emir, montó en su caballo blanco,
orgulloso de su fuerza se lanzó contra las filas de los franceses con ánimo de
provocar su huida. Repartió feroces mandobles y mató a muchos guerreros.
Luchaba con enorme denuedo.
Pero Malprimis no se daba perfecta cuenta del peligro que
corría con su insensata audacia. Su padre, el emir Baligán se dio cuenta de
ello y gritó a los suyos:
-¡Oh, mis barones! Mi hijo se ha adentrado en las filas
enemigas en busca de Carlos; ha matado a muchos franceses, pero corre mortal
peligro. Es preciso que le ayudemos con nuestras agudas lanzas.
Los guerreros del emir avanzaron entonces para socorrer a
Malprimis y se abrieron paso entre las filas enemigas asestando terribles
golpes. La batalla se hacía cada vez más encarnizada por la furia de los
combatientes. Nunca se vio nada igual.
Numerosos eran ambos bandos y peleaban con fuerza. Todos los
cuerpos del ejército habían entrado ya en combate. ¡Oh, señor! ¡Cuántas astas
rotas por la mitad, cuántos escudos en el suelo, cuántas lorigas destrozadas!
El suelo estaba sembrado de cadáveres de ambos bandos, y la
verde hierba del campo teñida de rojo.
El emir Baligán gritaba a los suyos:
-¡A ellos! ¡La victoria es nuestra! ¡Cargad contra los
cristianos!
Dura era la batalla. Pasaban las horas y no menguaba el
furor combativo y por los dos ejércitos se hacían alardes de valor. Llameaban
los ojos de los combatientes y nadie pedía tregua ni cuartel. Aquella pelea iba
a durar hasta la noche cuando las tinieblas impidieran la continuación de la
matanza.
El emir seguía arengando a los suyos:
-¡Matad, sarracenos! ¡Pelead sin tregua hasta que no quede
un francés con vida! Si así lo hacéis os daré grandes riquezas, feudos y
dominios. Todos saldremos ganando con ello.
Y los infieles respondieron:
-¡Así lo haremos!.
Pero a fuerza de herir sin descanso, a los infieles se les
rompieron muchas lanzas. Entonces desnudaron más de cien mil espadas. ¡Qué
espectáculo más impresionante, señor!.
En el bando francés el capitán arengó a sus hombres:
-Señores barones, tengo fé en vosotros. Habéis luchado en
muchas batallas, conquistado reinos, fortalezas y ciudades. Sé cuánto habéis
hecho por mí y por Francia y quiero recompensaros con tierras y riquezas. Todo
será poco por lo mucho que habéis hecho. Pensad, además, en Roldán, Oliveros,
los doce pares y los veinte mil franceses que murieron en Roncesvalles a manos
de los infieles. Ahora ha llegado la hora del desquite. Tenemos la razón de
nuestra parte y venceremos.
-Decís la verdad, señor.
-Así debe de ser.
-No queremos riquezas sino victoria.
-Los infieles serán derrotados.
Así hablaban los nobles barones de Carlos. Y veinte mil
hombres se reunieron junto a ellos, dispuestos a proseguir la lucha.
-¡Montjoie! ¡Montjoie! –gritaban todos.
Los veinte mil juraron fidelidad al emperador y no
abandonarle nunca pasase lo que pasase, ni ante la muerte ni ante el dolor. Las
lanzas y las espadas manejadas por ellos darían la réplica al terrible enemigo
que esperaba la victoria por la superioridad numérica de sus huestes.
Y la batalla era maravillosa y encarnizada…
Malprimis, el hijo del emir Baligán, cabalgaba por el centro
del campo y hacía grandes estragos entre los soldados de Carlos. Su espada y su
lanza no se daban un momento de reposo, y la verde hierba se tenía de roja
sangre.
El duque Naimón advirtió la mortandad que causaba el infiel
y fue a su encuentro con ánimo de vencerle. Cuando estuvo frente a él le miró
ceñudamente y con gran valor se lanzó a matarle. Desgarró el cuero de su
escudo, rompió la cota y hundió en su cuerpo el gonfalón amarillo. Malprimis
fue derribado de la montura y cayó exánime en el suelo entre los numerosos
cadáveres que yacían en tierra.
-Ya nunca podrás hacer daño –gritó el duque Naimón. Y todos
los franceses se alegraron de ello.
El rey Carlos abrazó a su barón que tanto valor había
demostrado:
-Sois uno de los mejores, con hombres como vos segura es la
victoria.
El rey Canabeo, hermano del emir, se dio cuenta de la muerte
de su sobrino Malprimis y ardió en deseos de venganza. Espoleó duramente a su
caballo y se enfrentó con el duque Naimón. El infiel desenvainó la espada que
tenía el pomo de cristal. Sin darle tiempo golpeó a Naimón sobre el yelmo, que
se partió en dos partes. Con la espada le rompió siete lazos sin que nada le sirviera
al duque su almófar. Le hendió la cofia hasta la carne y arrojó un trozo a
tierra.
Terrible había sido el golpe asestado por el infiel. El
duque tardó en reponerse, y ya iba a caer cuando Dios le protegió. El duque se
mantuvo abrazado al cuello de su corcel casi inconsciente. En aquella postura
era indudable que si Canabeo asestaba de nuevo aquel golpe el noble barón podía
darse por muerto. Pero el emperador se dio cuenta y corrió en su ayuda.
Abrazado al cuello de su caballo Naimón estaba indefenso y
Canabeo se aprestaba a rematarle con un buen golpe cuando apareció Carlos. El
emperador gritó con todas sus fuerzas:
-¡Cobarde infiel! Bien te aprovechas de su debilidad. Pero
no podrás hacerlo porque tendrás que luchar conmigo. Heriste a este hombre,
pero caro lo vas a pagar.
Y Carlos se lanzó sobre él sin darle tiempo a reponerse de
su sorpresa.
Breve fue la pelea, Carlos le partió el escudo, le rompió la
cota y el infiel cayó al suelo muerto. La silla había quedado sin jinete.
Los soldados de Carlos prorrumpieron en grandes
exclamaciones de alegría al contemplar la singular proeza, porque amaban mucho
a su emperador y también al duque Naimón.
Carlos estaba acongojado a ver a su fiel Naimón en aquella
postración, el duque estaba herido y la sangre manaba con abundancia y regaba
la verde hierba.
El emperador aconsejó a su fiel barón en los siguientes
términos:
-Cabalgad junto a mí, mi buen Naimón. Muerto está el que os
puso en trance de muerte. Tiene una lanza mía en el cuerpo y ya no podrá hacer
más daño.
El duque respondió con voz débil:
-Gracias señor, os debo la vida.
Avanzaron juntos el señor y el vasallo, y detrás de ellos
veinte mil franceses…