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jueves, 23 de marzo de 2017

La Canción de Roland (26/34)

 2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
19.- La congoja del Rey Marsil
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán
23.- Roncesvalles
24.- El ejército de Carlomagno
25.- El ejército de Baligán


26.- Se enfrentan los dos ejércitos



Se enfrentaron los dos ejércitos.


Impresionante era el campo de batalla por las grandes masas de hombres dispuestos a enfrentarse. Jamás hubo ejércitos tan numerosos. Ancha era la llanura y extensa la comarca. Esta circunstancia permitía a los combatientes maniobrar con holgura. Lucían bajo el sol los yelmos de oro cubiertos de pedrería, los escudos y lorigas bordadas y las lanzas y pendones atados a los hierros. Maravillaba la estampa guerrera, porque el dolor y la muerte aún no habían hecho acto de presencia.

Sonaban los clarines sin descanso en uno y otro bando, pero en el campo francés sólo se oía cada vez más claro el olifante que había pertenecido al invicto Roldán, muerto hacía pocos días en Roncesvalles por la traición de Ganelón.

El emir Baligán llamó a su hermano Canabeo, rey de Betulia, cuyas tierras llegaban hasta Valsevré. Cuando éste acudió a su lado, el emir le mostro las huestes de Carlomagno y exclamó con voz firme:

-Ahí está el orgullo de Francia. Su emperador cabalga jactancioso sin saber que va en busca de su propia derrota y muerte. Va detrás con esos viejos que sobre sus lorigas dejan flotar sus barbas blancas como la nieve. No obstante creo que combatirán bien y tendremos una dura y áspera pelea hasta conseguir la victoria. Esta es la más grande batalla que vieron los siglos.

-Bien has hablado, hermano –replicó el rey de Betulia-. Pero nada podrán contra nosotros. Somos muy superiores a ellos en todo. Mahoma y Apolo nos darán la victoria. Su dios nada podrá hacer para salvarles de la muerte y la humillación.

Entonces, Baligán se adelantó a sus tropas y gritó:

-¡Adelante sarracenos! Ha llegado el momento. Yo os indicaré el camino.

El emir blandió la lanza y enfiló la punta contra Carlos.

Carlos vio al emir y a sus ejércitos que llenaban la comarca menos el terreno que él pisaba. Entonces exclamó, dirigiéndose a sus hombres:

-Barones franceses, ha llegado el momento que esperábamos; delante nuestro se halla todo el ejército sarraceno, dispuesto a aplastarnos. Vosotros sois buenos vasallos y habéis resistido muchas batallas. Los infieles son felones y cobardes y su ley nada vale comparada con la nuestra. Sus dioses son falsos y nuestro Dios es verdadero. Aunque sean más numerosos que nosotros esto no es suficiente para vencernos. Somos mejores que ellos y cada francés vale por diez infieles. Tenedlo presente amigos, y seguidme pronto sin titubeos. El que no lo haga así puede irse, será cobarde e indigno de ser francés.

Carlomagno picó las espuelas al corcel, Vencedor saltó cuatro veces y los franceses dijeron admirados:

-El emperador es el más valiente de todos, nadie puede igualarlo. Cabalguemos sin temor y la victoria será nuestra, que nadie desfallezca ya que debemos vengar a los nuestros.

El día era claro y lucía el sol en lo alto.

Los dos ejércitos se aprestaron para el combate.

Choraron las vanguardias y los gritos de victoria y de dolor se entremezclaron. Caían los hombres, heridos y muertos.

El conde Rabel y el conde Guinemán soltaron las riendas y espolearon vivamente a sus corceles. Animados por su emperador los franceses comenzaron a herir con sus afiladas lanzas. Era tal su arrojo que muchos sarracenos mordieron el polvo sin poder maldecir a sus dioses.

El conde Rabel era un valiente caballero. Cabalgó sin temor y atacó al rey persa Turleu. Nada pudo hacer el sarraceno para evitar el encontronazo. El conde francés le hundió en el cuerpo la dorada lanza y le derribó muerto en el suelo. Y los franceses dijeron:

-¡Dios está con nosotros! El emperador es invencible y debemos ayudarle.

Guinrmán encontró al rey vitalicio y peleó con él. Poco duró el combate, pues el francés se impulsó enseguida. Le rompió la adarga pintada de flores, le desgarró la lóriga y le hundió en el cuerpo todo el gonfalón. Así murió el rey vitalicio con gran consternación de los infieles.

Los hombres de Carlos se alegraron extraordinariamente al ver tal proeza y exclamaron:

-¡Qué gran victoria la de Guinemán! Ha matado a uno de los reyes sarracenos, Dios eligió a Carlos para mantener la verdad. ¡Nadie podrá impedir su victoria!

Malprimis, el hijo del emir, montó en su caballo blanco, orgulloso de su fuerza se lanzó contra las filas de los franceses con ánimo de provocar su huida. Repartió feroces mandobles y mató a muchos guerreros. Luchaba con enorme denuedo.

Pero Malprimis no se daba perfecta cuenta del peligro que corría con su insensata audacia. Su padre, el emir Baligán se dio cuenta de ello y gritó a los suyos:

-¡Oh, mis barones! Mi hijo se ha adentrado en las filas enemigas en busca de Carlos; ha matado a muchos franceses, pero corre mortal peligro. Es preciso que le ayudemos con nuestras agudas lanzas.

Los guerreros del emir avanzaron entonces para socorrer a Malprimis y se abrieron paso entre las filas enemigas asestando terribles golpes. La batalla se hacía cada vez más encarnizada por la furia de los combatientes. Nunca se vio nada igual.

Numerosos eran ambos bandos y peleaban con fuerza. Todos los cuerpos del ejército habían entrado ya en combate. ¡Oh, señor! ¡Cuántas astas rotas por la mitad, cuántos escudos en el suelo, cuántas lorigas destrozadas!

El suelo estaba sembrado de cadáveres de ambos bandos, y la verde hierba del campo teñida de rojo.

El emir Baligán gritaba a los suyos:

-¡A ellos! ¡La victoria es nuestra! ¡Cargad contra los cristianos!

Dura era la batalla. Pasaban las horas y no menguaba el furor combativo y por los dos ejércitos se hacían alardes de valor. Llameaban los ojos de los combatientes y nadie pedía tregua ni cuartel. Aquella pelea iba a durar hasta la noche cuando las tinieblas impidieran la continuación de la matanza.

El emir seguía arengando a los suyos:

-¡Matad, sarracenos! ¡Pelead sin tregua hasta que no quede un francés con vida! Si así lo hacéis os daré grandes riquezas, feudos y dominios. Todos saldremos ganando con ello.
Y los infieles respondieron:

-¡Así lo haremos!.

Pero a fuerza de herir sin descanso, a los infieles se les rompieron muchas lanzas. Entonces desnudaron más de cien mil espadas. ¡Qué espectáculo más impresionante, señor!.

En el bando francés el capitán arengó a sus hombres:

-Señores barones, tengo fé en vosotros. Habéis luchado en muchas batallas, conquistado reinos, fortalezas y ciudades. Sé cuánto habéis hecho por mí y por Francia y quiero recompensaros con tierras y riquezas. Todo será poco por lo mucho que habéis hecho. Pensad, además, en Roldán, Oliveros, los doce pares y los veinte mil franceses que murieron en Roncesvalles a manos de los infieles. Ahora ha llegado la hora del desquite. Tenemos la razón de nuestra parte y venceremos.

-Decís la verdad, señor.
-Así debe de ser.
-No queremos riquezas sino victoria.
-Los infieles serán derrotados.

Así hablaban los nobles barones de Carlos. Y veinte mil hombres se reunieron junto a ellos, dispuestos a proseguir la lucha.

-¡Montjoie! ¡Montjoie! –gritaban todos.

Los veinte mil juraron fidelidad al emperador y no abandonarle nunca pasase lo que pasase, ni ante la muerte ni ante el dolor. Las lanzas y las espadas manejadas por ellos darían la réplica al terrible enemigo que esperaba la victoria por la superioridad numérica de sus huestes.

Y la batalla era maravillosa y encarnizada…

Malprimis, el hijo del emir Baligán, cabalgaba por el centro del campo y hacía grandes estragos entre los soldados de Carlos. Su espada y su lanza no se daban un momento de reposo, y la verde hierba se tenía de roja sangre.

El duque Naimón advirtió la mortandad que causaba el infiel y fue a su encuentro con ánimo de vencerle. Cuando estuvo frente a él le miró ceñudamente y con gran valor se lanzó a matarle. Desgarró el cuero de su escudo, rompió la cota y hundió en su cuerpo el gonfalón amarillo. Malprimis fue derribado de la montura y cayó exánime en el suelo entre los numerosos cadáveres que yacían en tierra.

-Ya nunca podrás hacer daño –gritó el duque Naimón. Y todos los franceses se alegraron de ello.

El rey Carlos abrazó a su barón que tanto valor había demostrado:

-Sois uno de los mejores, con hombres como vos segura es la victoria.

El rey Canabeo, hermano del emir, se dio cuenta de la muerte de su sobrino Malprimis y ardió en deseos de venganza. Espoleó duramente a su caballo y se enfrentó con el duque Naimón. El infiel desenvainó la espada que tenía el pomo de cristal. Sin darle tiempo golpeó a Naimón sobre el yelmo, que se partió en dos partes. Con la espada le rompió siete lazos sin que nada le sirviera al duque su almófar. Le hendió la cofia hasta la carne y arrojó un trozo a tierra.


Terrible había sido el golpe asestado por el infiel. El duque tardó en reponerse, y ya iba a caer cuando Dios le protegió. El duque se mantuvo abrazado al cuello de su corcel casi inconsciente. En aquella postura era indudable que si Canabeo asestaba de nuevo aquel golpe el noble barón podía darse por muerto. Pero el emperador se dio cuenta y corrió en su ayuda.

Abrazado al cuello de su caballo Naimón estaba indefenso y Canabeo se aprestaba a rematarle con un buen golpe cuando apareció Carlos. El emperador gritó con todas sus fuerzas:

-¡Cobarde infiel! Bien te aprovechas de su debilidad. Pero no podrás hacerlo porque tendrás que luchar conmigo. Heriste a este hombre, pero caro lo vas a pagar.

Y Carlos se lanzó sobre él sin darle tiempo a reponerse de su sorpresa.

Breve fue la pelea, Carlos le partió el escudo, le rompió la cota y el infiel cayó al suelo muerto. La silla había quedado sin jinete.

Los soldados de Carlos prorrumpieron en grandes exclamaciones de alegría al contemplar la singular proeza, porque amaban mucho a su emperador y también al duque Naimón.

Carlos estaba acongojado a ver a su fiel Naimón en aquella postración, el duque estaba herido y la sangre manaba con abundancia y regaba la verde hierba.

El emperador aconsejó a su fiel barón en los siguientes términos:

-Cabalgad junto a mí, mi buen Naimón. Muerto está el que os puso en trance de muerte. Tiene una lanza mía en el cuerpo y ya no podrá hacer más daño.

El duque respondió con voz débil:

-Gracias señor, os debo la vida.



Avanzaron juntos el señor y el vasallo, y detrás de ellos veinte mil franceses… 

viernes, 27 de enero de 2017

La Canción de Roland (25/34)

 2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
19.- La congoja del Rey Marsil
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán
23.- Roncesvalles
24.- El ejército de Carlomagno


25.- El ejército de Baligán

Mientras tanto, los mensajeros de Baligán habían regresado a la vanguardia del ejército. Allí estaba el rey de Babilonia esperando el resultado de su misión:

-¡Hablad! –dijo el rey con voz altanera-. ¿Qué ha pasado? ¿Habéis visto al orgulloso emperador de Francia? ¿Tenéis noticias de su ejército? ¡Vamos, hablad pronto!

Uno de los mensajeros habló con voz reposada en los siguientes términos.

-Vimos al altanero rey Carlos y le dimos vuestro mensaje, oh poderoso señor. Le advertimos de su derrota inminente y de nuestra gran fuerza. Nos contestó con orgullo y jactancia despreciando el aviso y diciendo que seríamos vencidos lo mismo que el rey Marsil de Zaragoza. Nos dimos cuenta, sin embargo, que su ejército no puede compararse con el nuestro. No cabe duda, señor: ¡venceremos!.

El otro mensajero añadió:

-De todas formas conviene que nos preparemos. Estos franceses son altivos y aunque inferiores en número no flanquearán en el combate, no huirán como mujerzuelas. Armémonos convenientemente y recordemos Roncesvalles.

-Sí, pero ahora no tienen a Roldán y a los doce pares que, según tengo entendido, eran invencibles –dijo el rey.

-Pero la hazaña de Roldán puede estimularles en la lucha –comentó el mensajero que había hablado antes.

-Muy bien –añadió Baligán-. Ahora haced que suenen los clarines para que todos mis hombres estén preparados.

Los mensajeros cumplimentaron las órdenes del emir y pronto sonaron por todo el campo sarraceno los tambores, las bocinas y los sonoros cuernos.

Entonces los infieles echaron pie a tierra para vestir sus armaduras. El emir de Babilonia tenía prisa para enfrentarse con el emperador de Francia y no cesaba de dar órdenes animando a los suyos.

El emir Baligán se vistió una loriga de paños bordados y se sujetó el yelmo, guarnecido de oro y piedras preciosas, luego se ciñó la espada al costado izquierdo. No tenía nombre, pero él le inventó uno, sabía que Carlos daba nombre a su espada, y él, para imitarle, llamó a la suya Preciosa, nombre que se convirtió al mismo tiempo en su grito de guerra.

-De ahora en adelante, y porque Mahoma así lo quiere, Preciosa será nuestro santo y seña. Con este nombre saldremos triunfantes del campo de batalla. Carlos tendrá que huir a Francia y nosotros le perseguiremos sin darle tregua ni cuartel.



Los caballeros que le rodeaban repitieron su grito, que se extendió por el campo como un reguero de pólvora. Era el santo y seña del ejército sarraceno.
El emir se colgó del cuello un ancho escudo. La bloca era de oro y los bordes de cristal. Su correa era de buen paño de seda, bordado con rosetas. Luego empuñó la lanza, que se llamaba Maltet. El asta era tan gruesa como una maza y el hierro era carga bastante para un mulo.

El emir de Babilonia montó sobre el caballo con presteza. Uno de sus hombres, Marcules de Ultramar, le sostuvo firmemente el estribo.

El emir era fuerte, de tez clara y altivo ademán. ¡Qué gran barón de haber sido cristiano!. Espoleó su corcel y la sangre brotó bajo las espuelas. Empezó a galopar y saltó un foso cuya anchura era de cincuenta pies. Los infieles lanzaron alegres exclamaciones.

-¡Bien sabrá defender sus tierras! ¡No hay francés que pueda vencerle!
-Es un valiente guerrero y un excelente jinete. No existe quien pueda derribarle del caballo.
-Los hombres como él son invencibles. Loco ha sido el emperador de Francia por no haberse marchado a su país.

Así decían unos y otros, y todo lo oía Baligán, y de ello estaba muy contento.

El emir parecía un verdadero barón. Su barba era blanca como la nieve. Era un hombre entendido en leyes y muy valeroso y atrevido. Era de gran estatura y robusto como sus progenitores. Su hijo Malprimis se le parecía en muchas cosas. Malprimis se acercó a su padre y le dijo:

-Marchemos ya, señor. No demoremos más el encuentro con Carlos. Todos los hombres están impacientes de gloria y botín.

Y contestó Baligan con una sonrisa:

-Ya no falta mucho, hijo. Pero conviene ser precavidos. Lo peor que puede pasarnos es menospreciar al enemigo. Carlos es muy valeroso, he oído contar muchas cosas acerca de él. De todas formas ya no tiene junto a sí a su sobrino Roldán, que era el alma de su ejército. En esto tenemos suerte. Sin él no habrá fuerza humana capaz de oponerse a nuestra victoria, pues somos más y mejores que ellos.

-Es verdad cuanto dices, señor. La prudencia es siempre aliada del valor. No lo olvidaré nunca.

-Sí, hay que ser prudentes, sin embargo, no harña mucha falta en esta ocasión. Mira, hijo. Roldán, el buen vasallo murió el otro día en Roncesvalles. Murieron también Oliveros el valiente y Turpín el esforzado, los doce pares tan amados por Carlos y veinte mil franceses. Todos eran la flor y nata de Francia. Después de ellos nada queda. Eran los mejores, ¿comprendes? El emperador fue a Roncesvalles a contemplar a sus muertos pero ahora se dirige hacia aquí. Mis mensajeros así me lo han dicho. Y aunque su respuesta fue jactanciosa no le temo en absoluto. Carlos tiene diez grandes cuerpos de ejército que no valen lo que un guante mío. Quizás el mejor guerrero de todos sea el que tañe el olifante, el cuerno que perteneció a Roldán. Este guerrero va delante de todos y detrás le siguen quince mil hombres a quienes Carlos llama infantes. Todos combatirán con orgullo, pero no podrán evitar su fatal destino.

Y dijo Malprimis:

-Quiero ser el primero en el combate.

-Os lo concedo, hijo Malprimis –dijo Baligan en tono satisfecho- Seréis el primero en acometer a los franceses, os acompañará Torleu el rey de Persia y Dapamor el monarca vilticio. Espero que obtendréis una gran victoria sobre os cristianos. Si es así podéis contar con parte de mis dominios que se extienden desde el Jordán a Valmarqués.

-Gracias señor por vuestra generosidad. Sabré alcanzar la victoria y obtener vuestro favor.
A una indicación del emir, Malprimis se adelantó y recibió el don prometido, la tierra que entonces pertenecía al rey Florián. Pero su destino sería otro, jamás podría ver aquella tierra y nunca recibiría la investidura del feudo.

El emir de Babilonia cabalgaba entre las filas de su ejército. Detrás de él iba su hijo Malprimis, el de alta estatura. Arrogante y jactancioso sólo pensaba en alcanzar inmensa gloria y en su insensatez estaba seguro de vencer a Carlos, el poderoso emperador de la dulce Francia.


El rey Torleu y el rey Dapamor organizaron al punto por orden del emir treinta cuerpos del ejército, disponían para ello de muchos hombres. El cuerpo más pequeño contaba con cincuenta mil guerreros con toda clase de armamento. Todos eran valientes y no temían la muerte. Estaban ansiosos de combatir contra los franceses y vengar la derrota del rey Marsil. Se sabían seguros ahora que había muerto Roldán. Poco podían figurarse lo que el destino les reservaba.

El primer cuerpo lo formaron los de Bozanta y el segundo los de Milcenia. Todos eran hombres de grandes cabezas, que imponían respeto. En sus espinazos, a lo largo de las espaldas, les nacían cerdas como a los puercos.

El tercer cuerpo lo integraban los guerreros de Nubia y de Blos. El cuarto los de Brusia y Esclavonia. El quinto cuerpo los de Sorabia y Serbia, y el sexto, los armenios y moros. El séptimo lo formaban los hombres de Jericó, el octavo los de Nigricia, el noveno los curdos y el décimo los de Balisa la Fuerte.

Era una turba que no creía en el verdadero Dios, que adoraba a Alá y confiaba en los milagros de Mahoma.

El emir arengó a sus hombres con todos los juramentos que pudo, por los milagros de Mahoma y por su cuerpo.

-Loco es Carlomagno al enfrentarse con nosotros. Tenía a Roldán y a sus pares que eran invencibles pero ahora yacen todos bajo tierra y a Carlos sólo le quedan guerreros débiles que no podrán evitar su derrota. La batalla es inminente a no ser que Carlos la evite. Si no es así será derrotado y jamás volverá a llevar sobre su frente la corona de oro.

Todos los infieles prorrumpieron en grandes exclamaciones de alegría al oír las palabras del emir Baligán.

Después el emir dio orden de formar otros diez cuerpos de ejército, disponían para ello de muchos hombres valientes y ansiosos de botín. No creían en Dios y sólo en Alá. Confiaban que el profeta Mahoma les llevaría a la victoria.

El primer cuerpo del ejército estaba formado por los feos cananeos, procedentes de Valfrutas. El segundo lo integraban guerreros turcos; el tercero persas y el cuarto pechenecos.

El quinto lo formaban lo sulabios y los de Avers. El sexto, ormalandos y ageos. El séptimo estaba constituido por el pueblo de Samuel y el octavo por los hombres de Brusa. El noveno lo integraban los de Clavers y el décimo los de la desierta Occian, raza que tampoco adoraba al verdadero Dios. Jamás hubo peores felones. Tenían la piel más dura que el hierro y no les hacía falta llevar yelmos y cotas. Eran hombres valientes en el combate, rudos y obstinados.

El emir arengó a todos estos hombres y les incitó a la pelea, no era posible que nadie pudiera vencerles.

-Derrotaremos a los franceses, guerreros de Alá. Vengaremos al rey Marsil y España será nuestra. El rey Carlos tendrá que huir a Francia, pero también allí iremos nosotros. No descansaremos hasta Aquisgrán, hasta ver al emperador humillados a nuestros pies. Esto haremos y alcanzaremos inmensa gloria, se dirá de nosotros que fuimos más grandes que Roldán y los doce pares.

Los infieles blandieron las lanzas y prorrumpieron en gritos de victoria.

Entonces el emir dispuso que se prepararan otros diez cuerpos del ejército. El primero estaba constituido por gigantes de Malpersa, el segundo lo formaban los hunos, el tercero los húngaros, el cuarto lo integraban los de la ciudad de Bagdad y el quinto los de Valpenosa, el sexto los de Marasca y el séptimo los pueblos lituanos y astrimonios. El octavo lo constituían los de Heraclea, el noveno los de Clarbona y el décimo los de Fronda.

Jamás hubo ejército igual. Era una multitud incontable que no creía en el verdadero Dios. En total eran, pues, treinta cuerpos del ejército. Demasiados para las huestes de Carlos. ¿Cómo podría este hacerles frente? ¿Iban a ser derrotadas las huestes de Francia? ¿Iba Francia a ser destruida?

Y así continuó, cuando los treinta cuerpos del emir Baligán estuvieron formados sonaron los clarines en número incontable, y los infieles cabalgaron gallardamente. Jinetes, armas, caballos y cuernos formaron una infernal algarabía que se oía a muchas leguas a la redonda. Era como un alud que amenazaba arrasarlo todo. Parecía todo conjugarse para la victoria de los infieles.

El emir Baligán era un señor muy poderoso, ante él iba el pendón de Tervagán y el de Mahoma y una imagen de Apolo a quien los infieles adoraban. En torno a la imagen se hallaban diez cananeos que en voz alta  sermoneaban de este modo:

-Apolo es nuestro dios. Él es quien da la victoria. El que quiera conseguirla que le ruegue y le sirva. Te rendimos acatamiento, ¡oh, Apolo!, dios del cielo y de la tierra. Somos los mejores porque adoramos al dios Apolo. ¡Que él nos sea propicio en el combate!

Los infieles bajaron la cabeza y sus yelmos y se inclinaron hacia el suelo en señal de sumisión. Todos ellos pedían al dios que les concediera la victoria porque creían en él como creían en Mahoma.

Las huestes francesas, que estaban en vanguardia y que oyeron los cananeos, contestaron indignadas:

-De nada os van a servir vuestras súplicas. Este Apolo es un falso dios que nada podrá hacer para evitar vuestra derrota. ¡Pronto moriréis truhanes! ¡Ojalá podamos confundirlos en el día de hoy! Nuestro Dios, el único, el verdadero, salvará a Carlos. En su nombre ganaremos esta batalla.

Así decían los soldados con voz firme, porque eran creyentes y amaban a su emperador ¿cómo vencer a unos hombres así?

El emir Baligán era un hombre muy prudente, antes de la batalla convocó a su hijo y a los dos reyes que le acompañaba y les habló en los siguientes términos:

-Cabalgaréis en vanguardia, señores barones. He aquí mi plan: seréis los guías de mis cuerpos de ejército; el primero de turcos, el segundo de ormalandos y el tercero de gigantes de Malpersa. Yo iré con los de Occián que atacarán al ejército de Carlos. Si el emperador me desafía le venceré y le arrancaré la cabeza de los hombros. Nadie podrá impedirlo y con ello se llevará su merecido, jamás podrá ver a los suyos ni tampoco regresar a la dulce Francia.

Ambos ejércitos eran numerosos y sus hombres valientes y aguerridos. Entre franceses e infieles ya no había monte ni valle, ni otero, ni bosque ni selva.



Estaban frente a frente mirándose con odio. Los franceses pensaban en Roldán y en Roncesvalles, querían el desquite y destruir para siempre el poder sarraceno. Los infieles, por su parte, estaban ansiosos de gloria y de botín. Deseaban vengar la derrota del rey Marsil y que España fuera suya. Con la derrota de Carlos podrían llegar a Francia y ser dueños de un gran imperio.

En el campo de batalla se oyó la voz del emir Baligán que arengaba a los suyos.

-¡Vamos pues, sarracenos! ¡A ellos! ¡Por nuestros dioses! ¡Cabalgad sin temor para ir al encuentro enemigo!

Amborio de Oliferna llevaba el pendón del emir, los infieles al verle gritaron su nombre:

-¡Preciosa! ¡Preciosa!

Era su grito de guerra.

Entonces los franceses clamaron al unísono:

-¡Nada podrá salvaros! ¡Que el día de hoy sea el de vuestra derrota!

Y como respuesta al grito de los sarracenos prorrumpieron en estentóreas voces que resonaron por todo el campo como un anticipo de gloria:

-¡Montjoie! ¡Montjoie!

El emperador Carlos ordenó que sonaran los clarines, de todos los sones el del olifante fue el más claro de todos y el que más aterrorizó el ánimo de los infieles. Todos se acordaron de Roldán, el invencible.

Los sarracenos, repuestos del temor, se decían unos a otros:


-La lucha será áspera y enconada. Los franceses tienen ganas de luchar. 


jueves, 2 de abril de 2015

La Canción de Roland (7/34)

 2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares





7.-Marsil y sus aliados

El ejército de Marsil avanzaba a marchas forzadas para poder copar la retaguardia de Carlomagno y lograr matar a Roldán, el caballero más valiente de Francia.

El rey Marsil y su sobrino Aëlroth cabalgaban juntos. Éste se adelanta montado en un mulo al que azuza con un bastón, riendo graciosamente le dice a su tío:

-¡Oh mi rey y señor! Os he servido fielmente y no he recibido hasta ahora como recompensa más que aflicciones y dolores. Por vos gané muchas batallas y conquisté muchas ciudades. Sólo os pido una cosa, que yo sea el primero en asestar a Roldán el primer golpe. Es un favor que nunca os agradeceré bastante. Pienso matarle con mi propia espada y no me temblará la mano. Esta vez no escapará el valiente Roldán y yo obtendré inmensa gloria, superior a todas las riquezas de este mundo. Si Mahoma no me deja, de su mano conquistaré todas las tierras de España desde un extremo a otro. Sin la presencia del ejército franco nadie podrá oponerse a nuestra victoria. Carlos no osará regresar a España después de la muerte de Roldán y la derrota de sus mejores hombres. Ya no habrá más guerras, noble señor, España será vuestra.

El rey Marsil hizo una señal de asentimiento y entregó el guante a su sobrino en prenda de conformidad.

El sobrino del rey Marsil recogió el guante con evidente satisfacción y le dijo a su tío con palabras altivas:

-Noble señor, os doy las gracias por el don que me habéis concedido, nunca podré agradecéroslo bastante. Ni con todas las riquezas del mundo me habría sentido tan pagado. Ahora os ruego, señor, que escojáis para mí a doce de vuestros mejores barones para así oponerme con éxito a los doce pares de Francia.

Entonces contestó Falsarón, hermano del rey, con las siguientes palabras:

-Mi sobrino ha hablado bien, permitid hermano que él y yo vayamos a esa batalla y le demos buen término. Atacaremos la retaguardia de Roldán y derrotaremos a los franceses de la dulce Francia. Está escrito que hemos de matar al caudillo y paladín de Carlomagno.

-Está escrito, hermano –dijo el rey Marsil-. Se hará como habéis dicho.

Después llegó el rey Corsablis, este rey era berberisco y conocía todos los hechizos y artes malignas, sin embargo hablaba como un caballero. También él quería acompañar a Falsarón y al sobrino del rey Marsil.

Luego llegó a galope Malprimis de Berbegal, en las carreras a pie era el más veloz que un caballo. Era un atleta de cuerpo entero y todo un caballero. También el infiel quería acompañar a los demás y a voz en grito exclamó:

-¡Quiero ir a Roncesvalles, rey Marsil! ¡Necesito ir! ¡Os lo pido por los dioses y por Mahoma! Si encuentro a Roldán sabré darle muerte, no podrá escapar ¡Os lo juro, señor!

Estaba allí un noble de Balaguer. Era muy apuesto de cuerpo y de rostro claro y risueño, le gustaba exhibir sus armas y había adquirido gran fama por su valor. De haber sido cristiano hubiera sido un noble barón. Se adelantó ante el rey sarraceno y exclamó con arrogancia:

-Deseo ir a Roncesvalles, noble rey. Si allí encuentro a Roldán puede éste darse por muerto. También mataré a Oliveros y a los doce pares y a todos los franceses que les acompañan. Os lo juro por los dioses y por Mahoma. Muertos estos paladines ya nadie podrá vencernos. Carlos es viejo y le falta espíritu combativo, España será nuestra, os lo afirmo aquí y en todas partes, señor.  

El rey Marsil le dio las gracias complacido por sus arrogantes palabras.
También estaba allí un capitán de Moriana, no había otro más felón que él pero era valiente y exclamo ante el rey Marsil:

-Iré a Roncesvalles, señor. Tengo veinte mil hombres con escudo y lanza, nadie podrá vencernos. Si encuentro a Roldán no escapará a mi espada, lo juro por mi fe. Carlos lamentará siempre este día.

Acudió por otro lado Turgis de Tortoles, era conde de esta ciudad que tenía en feudo, odiaba a los cristianos y a Carlos el primero. También le dijo al rey:

-No estéis preocupado, señor. Mahoma está más alto que San Pedro, nuestro dios es mejor que el de los cristianos y por ello debemos vencer. Juro que buscaré a Roldán y cuando lo encuentre no escapará a mi justo odio. Mi espada es capaz de medirse contra Durandarte, que según dicen es la que lleva Roldán. No es posible dudar, nosotros seremos los vencedores y morirán todos los franceses. Os lo aseguro, señor, será un día de afrenta para Carlos el día de la derrota de Roldán y los doce pares de la dulce Francia. Jamás podrá Carlos llevar la corona.

Entonces apareció Escremis de Valtierra, sarraceno de noble estirpe y habló así ante el rey Marsil:

-Debo ir a Roncesvalles para humillar el orgullo de los franceses, encontraré a Roldán aunque se esconda bajo tierra y le cortaré la cabeza. Lo mismo haré con Oliveros y con los doce pares. Cuando hayan muerto los franceses de la retaguardia de Carlos, Francia morirá con ellos y Carlos lamentará haber nacido.

Se acercaron luego Estercuel y Tamarite, felones y traidores.

El rey Marsil les dio una orden seguro de su cumplimiento:

-Acercaos señores, es mi voluntad que vayáis a Roncesvalles con mi ejército. Cruzaréis los desfiladeros y nos enseñaréis el camino. Que Apolo y Mahoma os premien y de mí recibiréis la ofrenda debida.

-A vuestras órdenes, noble señor. Seremos vuestros guías –respondieron los dos traidores con una sonrisa-. Jamás hubo más fieles servidores que nosotros pero queremos luchar en el ejército y atacar a Roldán y a Oliveros cortando sus cabezas. Tenemos para ello espadas con buen filo. No descansaremos hasta que queden empapadas en sangre caliente. Morirán todos los franceses y Carlos llorará mucho tiempo por sus paladines. Conquistaremos la Tierra Mayor y el propio Carlos será vuestro esclavo.

Cuando terminaron de hablar Estercuel y Tamarite el rey Marsil quedó muy satisfecho, entonces llegó ante él Margaris de Sevilla. Era muy apuesto y valiente y suya era toda la tierra hasta Cazmarinos. Se acercó al rey y pidió permiso para hablar, cuando se le dio venia dijo lo siguiente:

-Han hablado muchos y yo seré uno más. No temáis señor, iré a Roncesvalles y mataré a Roldán. Tampoco escaparán Oliveros y los doce pares. Aquí tengo una espada con empuñadura de oro, regalo del emir de Premisán. Esta espada pronto quedará teñida por sangre francesa. Serán derrotados y sufrirán vergüenza por ello. Carlos el viejo, el de la barba florida, tendrá mucha pena y disgusto. En menos de un año conquistaremos toda Francia y acamparemos en Aquisgrán y San Dionisio.

El rey Marsil se inclinó con profunda satisfacción. Sus barones eran valientes y osados, con ellos no podría ser vencido jamás.

Después llego Chernublo de Monegros, el de la larga cabellera. Cuando estaba de buen humor presumía de poder acarrear más peso que el que llevaban cuatro mulos bien cargados, se contaban sobre él peregrinas historias.
Alguien llegó a decir que en el país dónde nació no brillaba nunca el sol, ni caía la lluvia, ni cuajaba el rocío. Muchos estaban convencidos de que la morada de Chernublo era el mismo infierno, tan terrible parecía el infiel con sus terribles ojos que desprendían llamas y su larga cabellera que barría la tierra…

Chernublo obtuvo del rey venia para hablar y así dijo estas cosas:

-Tengo una espada invencible, con ella mataré a Roldán y a todos los franceses. En Roncesvalles mi espada se volverá roja de sangre y mi gloria será grande. Creed en mis palabras; conquistaré con mi esfuerzo la Durandarte de Roldán, mataré a todos los franceses y Francia quedará sin hombres.

Habían hablado todos los paladines de Marsil, a todos dio las gracias el rey y les prometió grandes honores.

Con los paladines se unieron cien mil infieles, anhelantes de combate. Se armaron cerca de allí, en un bosque de abetos.  

8.-Roldán y Oliveros