2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
19.- La congoja del Rey Marsil
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán
23.- Roncesvalles
24.- El ejército de Carlomagno
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán
23.- Roncesvalles
24.- El ejército de Carlomagno
25.- El ejército de Baligán
Mientras tanto, los mensajeros de Baligán habían regresado a
la vanguardia del ejército. Allí estaba el rey de Babilonia esperando el
resultado de su misión:
-¡Hablad! –dijo el rey con voz altanera-. ¿Qué ha pasado? ¿Habéis
visto al orgulloso emperador de Francia? ¿Tenéis noticias de su ejército?
¡Vamos, hablad pronto!
Uno de los mensajeros habló con voz reposada en los
siguientes términos.
-Vimos al altanero rey Carlos y le dimos vuestro mensaje, oh
poderoso señor. Le advertimos de su derrota inminente y de nuestra gran fuerza.
Nos contestó con orgullo y jactancia despreciando el aviso y diciendo que
seríamos vencidos lo mismo que el rey Marsil de Zaragoza. Nos dimos cuenta, sin
embargo, que su ejército no puede compararse con el nuestro. No cabe duda,
señor: ¡venceremos!.
El otro mensajero añadió:
-De todas formas conviene que nos preparemos. Estos
franceses son altivos y aunque inferiores en número no flanquearán en el
combate, no huirán como mujerzuelas. Armémonos convenientemente y recordemos
Roncesvalles.
-Sí, pero ahora no tienen a Roldán y a los doce pares que,
según tengo entendido, eran invencibles –dijo el rey.
-Pero la hazaña de Roldán puede estimularles en la lucha
–comentó el mensajero que había hablado antes.
-Muy bien –añadió Baligán-. Ahora haced que suenen los
clarines para que todos mis hombres estén preparados.
Los mensajeros cumplimentaron las órdenes del emir y pronto
sonaron por todo el campo sarraceno los tambores, las bocinas y los sonoros cuernos.
Entonces los infieles echaron pie a tierra para vestir sus
armaduras. El emir de Babilonia tenía prisa para enfrentarse con el emperador
de Francia y no cesaba de dar órdenes animando a los suyos.
El emir Baligán se vistió una loriga de paños bordados y se
sujetó el yelmo, guarnecido de oro y piedras preciosas, luego se ciñó la espada
al costado izquierdo. No tenía nombre, pero él le inventó uno, sabía que Carlos
daba nombre a su espada, y él, para imitarle, llamó a la suya Preciosa, nombre
que se convirtió al mismo tiempo en su grito de guerra.
-De ahora en adelante, y porque Mahoma así lo quiere,
Preciosa será nuestro santo y seña. Con este nombre saldremos triunfantes del
campo de batalla. Carlos tendrá que huir a Francia y nosotros le perseguiremos
sin darle tregua ni cuartel.
Los caballeros que le rodeaban repitieron su grito, que se
extendió por el campo como un reguero de pólvora. Era el santo y seña del
ejército sarraceno.
El emir se colgó del cuello un ancho escudo. La bloca era de
oro y los bordes de cristal. Su correa era de buen paño de seda, bordado con
rosetas. Luego empuñó la lanza, que se llamaba Maltet. El asta era tan gruesa
como una maza y el hierro era carga bastante para un mulo.
El emir de Babilonia montó sobre el caballo con presteza.
Uno de sus hombres, Marcules de Ultramar, le sostuvo firmemente el estribo.
El emir era fuerte, de tez clara y altivo ademán. ¡Qué gran
barón de haber sido cristiano!. Espoleó su corcel y la sangre brotó bajo las
espuelas. Empezó a galopar y saltó un foso cuya anchura era de cincuenta pies.
Los infieles lanzaron alegres exclamaciones.
-¡Bien sabrá defender sus tierras! ¡No hay francés que pueda
vencerle!
-Es un valiente guerrero y un excelente jinete. No existe
quien pueda derribarle del caballo.
-Los hombres como él son invencibles. Loco ha sido el
emperador de Francia por no haberse marchado a su país.
Así decían unos y otros, y todo lo oía Baligán, y de ello
estaba muy contento.
El emir parecía un verdadero barón. Su barba era blanca como
la nieve. Era un hombre entendido en leyes y muy valeroso y atrevido. Era de
gran estatura y robusto como sus progenitores. Su hijo Malprimis se le parecía
en muchas cosas. Malprimis se acercó a su padre y le dijo:
-Marchemos ya, señor. No demoremos más el encuentro con
Carlos. Todos los hombres están impacientes de gloria y botín.
Y contestó Baligan con una sonrisa:
-Ya no falta mucho, hijo. Pero conviene ser precavidos. Lo
peor que puede pasarnos es menospreciar al enemigo. Carlos es muy valeroso, he
oído contar muchas cosas acerca de él. De todas formas ya no tiene junto a sí a
su sobrino Roldán, que era el alma de su ejército. En esto tenemos suerte. Sin
él no habrá fuerza humana capaz de oponerse a nuestra victoria, pues somos más
y mejores que ellos.
-Es verdad cuanto dices, señor. La prudencia es siempre
aliada del valor. No lo olvidaré nunca.
-Sí, hay que ser prudentes, sin embargo, no harña mucha
falta en esta ocasión. Mira, hijo. Roldán, el buen vasallo murió el otro día en
Roncesvalles. Murieron también Oliveros el valiente y Turpín el esforzado, los
doce pares tan amados por Carlos y veinte mil franceses. Todos eran la flor y
nata de Francia. Después de ellos nada queda. Eran los mejores, ¿comprendes? El
emperador fue a Roncesvalles a contemplar a sus muertos pero ahora se dirige
hacia aquí. Mis mensajeros así me lo han dicho. Y aunque su respuesta fue
jactanciosa no le temo en absoluto. Carlos tiene diez grandes cuerpos de
ejército que no valen lo que un guante mío. Quizás el mejor guerrero de todos
sea el que tañe el olifante, el cuerno que perteneció a Roldán. Este guerrero
va delante de todos y detrás le siguen quince mil hombres a quienes Carlos
llama infantes. Todos combatirán con orgullo, pero no podrán evitar su fatal
destino.
Y dijo Malprimis:
-Quiero ser el primero en el combate.
-Os lo concedo, hijo Malprimis –dijo Baligan en tono
satisfecho- Seréis el primero en acometer a los franceses, os acompañará Torleu
el rey de Persia y Dapamor el monarca vilticio. Espero que obtendréis una gran
victoria sobre os cristianos. Si es así podéis contar con parte de mis dominios
que se extienden desde el Jordán a Valmarqués.
-Gracias señor por vuestra generosidad. Sabré alcanzar la
victoria y obtener vuestro favor.
A una indicación del emir, Malprimis se adelantó y recibió
el don prometido, la tierra que entonces pertenecía al rey Florián. Pero su
destino sería otro, jamás podría ver aquella tierra y nunca recibiría la
investidura del feudo.
El emir de Babilonia cabalgaba entre las filas de su
ejército. Detrás de él iba su hijo Malprimis, el de alta estatura. Arrogante y
jactancioso sólo pensaba en alcanzar inmensa gloria y en su insensatez estaba
seguro de vencer a Carlos, el poderoso emperador de la dulce Francia.
El rey Torleu y el rey Dapamor organizaron al punto por
orden del emir treinta cuerpos del ejército, disponían para ello de muchos
hombres. El cuerpo más pequeño contaba con cincuenta mil guerreros con toda
clase de armamento. Todos eran valientes y no temían la muerte. Estaban
ansiosos de combatir contra los franceses y vengar la derrota del rey Marsil.
Se sabían seguros ahora que había muerto Roldán. Poco podían figurarse lo que
el destino les reservaba.
El primer cuerpo lo formaron los de Bozanta y el segundo los
de Milcenia. Todos eran hombres de grandes cabezas, que imponían respeto. En
sus espinazos, a lo largo de las espaldas, les nacían cerdas como a los
puercos.
El tercer cuerpo lo integraban los guerreros de Nubia y de
Blos. El cuarto los de Brusia y Esclavonia. El quinto cuerpo los de Sorabia y
Serbia, y el sexto, los armenios y moros. El séptimo lo formaban los hombres de
Jericó, el octavo los de Nigricia, el noveno los curdos y el décimo los de
Balisa la Fuerte.
Era una turba que no creía en el verdadero Dios, que adoraba
a Alá y confiaba en los milagros de Mahoma.
El emir arengó a sus hombres con todos los juramentos que
pudo, por los milagros de Mahoma y por su cuerpo.
-Loco es Carlomagno al enfrentarse con nosotros. Tenía a
Roldán y a sus pares que eran invencibles pero ahora yacen todos bajo tierra y
a Carlos sólo le quedan guerreros débiles que no podrán evitar su derrota. La
batalla es inminente a no ser que Carlos la evite. Si no es así será derrotado
y jamás volverá a llevar sobre su frente la corona de oro.
Todos los infieles prorrumpieron en grandes exclamaciones de
alegría al oír las palabras del emir Baligán.
Después el emir dio orden de formar otros diez cuerpos de
ejército, disponían para ello de muchos hombres valientes y ansiosos de botín.
No creían en Dios y sólo en Alá. Confiaban que el profeta Mahoma les llevaría a
la victoria.
El primer cuerpo del ejército estaba formado por los feos
cananeos, procedentes de Valfrutas. El segundo lo integraban guerreros turcos;
el tercero persas y el cuarto pechenecos.
El quinto lo formaban lo sulabios y los de Avers. El sexto,
ormalandos y ageos. El séptimo estaba constituido por el pueblo de Samuel y el
octavo por los hombres de Brusa. El noveno lo integraban los de Clavers y el décimo
los de la desierta Occian, raza que tampoco adoraba al verdadero Dios. Jamás
hubo peores felones. Tenían la piel más dura que el hierro y no les hacía falta
llevar yelmos y cotas. Eran hombres valientes en el combate, rudos y
obstinados.
El emir arengó a todos estos hombres y les incitó a la
pelea, no era posible que nadie pudiera vencerles.
-Derrotaremos a los franceses, guerreros de Alá. Vengaremos
al rey Marsil y España será nuestra. El rey Carlos tendrá que huir a Francia,
pero también allí iremos nosotros. No descansaremos hasta Aquisgrán, hasta ver
al emperador humillados a nuestros pies. Esto haremos y alcanzaremos inmensa
gloria, se dirá de nosotros que fuimos más grandes que Roldán y los doce pares.
Los infieles blandieron las lanzas y prorrumpieron en gritos
de victoria.
Entonces el emir dispuso que se prepararan otros diez
cuerpos del ejército. El primero estaba constituido por gigantes de Malpersa,
el segundo lo formaban los hunos, el tercero los húngaros, el cuarto lo
integraban los de la ciudad de Bagdad y el quinto los de Valpenosa, el sexto
los de Marasca y el séptimo los pueblos lituanos y astrimonios. El octavo lo
constituían los de Heraclea, el noveno los de Clarbona y el décimo los de
Fronda.
Jamás hubo ejército igual. Era una multitud incontable que
no creía en el verdadero Dios. En total eran, pues, treinta cuerpos del
ejército. Demasiados para las huestes de Carlos. ¿Cómo podría este hacerles
frente? ¿Iban a ser derrotadas las huestes de Francia? ¿Iba Francia a ser
destruida?
Y así continuó, cuando los treinta cuerpos del emir Baligán
estuvieron formados sonaron los clarines en número incontable, y los infieles
cabalgaron gallardamente. Jinetes, armas, caballos y cuernos formaron una
infernal algarabía que se oía a muchas leguas a la redonda. Era como un alud
que amenazaba arrasarlo todo. Parecía todo conjugarse para la victoria de los
infieles.
El emir Baligán era un señor muy poderoso, ante él iba el
pendón de Tervagán y el de Mahoma y una imagen de Apolo a quien los infieles
adoraban. En torno a la imagen se hallaban diez cananeos que en voz alta sermoneaban de este modo:
-Apolo es nuestro dios. Él es quien da la victoria. El que
quiera conseguirla que le ruegue y le sirva. Te rendimos acatamiento, ¡oh,
Apolo!, dios del cielo y de la tierra. Somos los mejores porque adoramos al
dios Apolo. ¡Que él nos sea propicio en el combate!
Los infieles bajaron la cabeza y sus yelmos y se inclinaron
hacia el suelo en señal de sumisión. Todos ellos pedían al dios que les
concediera la victoria porque creían en él como creían en Mahoma.
Las huestes francesas, que estaban en vanguardia y que
oyeron los cananeos, contestaron indignadas:
-De nada os van a servir vuestras súplicas. Este Apolo es un
falso dios que nada podrá hacer para evitar vuestra derrota. ¡Pronto moriréis truhanes!
¡Ojalá podamos confundirlos en el día de hoy! Nuestro Dios, el único, el
verdadero, salvará a Carlos. En su nombre ganaremos esta batalla.
Así decían los soldados con voz firme, porque eran creyentes
y amaban a su emperador ¿cómo vencer a unos hombres así?
El emir Baligán era un hombre muy prudente, antes de la
batalla convocó a su hijo y a los dos reyes que le acompañaba y les habló en
los siguientes términos:
-Cabalgaréis en vanguardia, señores barones. He aquí mi
plan: seréis los guías de mis cuerpos de ejército; el primero de turcos, el
segundo de ormalandos y el tercero de gigantes de Malpersa. Yo iré con los de
Occián que atacarán al ejército de Carlos. Si el emperador me desafía le
venceré y le arrancaré la cabeza de los hombros. Nadie podrá impedirlo y con
ello se llevará su merecido, jamás podrá ver a los suyos ni tampoco regresar a
la dulce Francia.
Ambos ejércitos eran numerosos y sus hombres valientes y
aguerridos. Entre franceses e infieles ya no había monte ni valle, ni otero, ni
bosque ni selva.
Estaban frente a frente mirándose con odio. Los franceses
pensaban en Roldán y en Roncesvalles, querían el desquite y destruir para
siempre el poder sarraceno. Los infieles, por su parte, estaban ansiosos de
gloria y de botín. Deseaban vengar la derrota del rey Marsil y que España fuera
suya. Con la derrota de Carlos podrían llegar a Francia y ser dueños de un gran
imperio.
En el campo de batalla se oyó la voz del emir Baligán que
arengaba a los suyos.
-¡Vamos pues, sarracenos! ¡A ellos! ¡Por nuestros dioses!
¡Cabalgad sin temor para ir al encuentro enemigo!
Amborio de Oliferna llevaba el pendón del emir, los infieles
al verle gritaron su nombre:
-¡Preciosa! ¡Preciosa!
Era su grito de guerra.
Entonces los franceses clamaron al unísono:
-¡Nada podrá salvaros! ¡Que el día de hoy sea el de vuestra
derrota!
Y como respuesta al grito de los sarracenos prorrumpieron en
estentóreas voces que resonaron por todo el campo como un anticipo de gloria:
-¡Montjoie! ¡Montjoie!
El emperador Carlos ordenó que sonaran los clarines, de
todos los sones el del olifante fue el más claro de todos y el que más
aterrorizó el ánimo de los infieles. Todos se acordaron de Roldán, el
invencible.
Los sarracenos, repuestos del temor, se decían unos a otros:
-La lucha será áspera y enconada. Los franceses tienen ganas
de luchar.
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