lunes, 7 de diciembre de 2015

La Canción de Roland (13/34)

 2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán


13.- La muerte de Oliveros

Avanzaba el día y brillaba la tarde. El ejército de Carlomagno iba hacia Roncesvalles sin darse punto de reposo. El emperador estaba lleno de cólera y muchos hombres lloraban de pena. Todos sufrían por Roldán y sus pares.

Las armaduras resplandecían bajo el sol, flameaban las cotas y los yelmos, los escudos con flores pintadas y las lanzas y gonfalones dorados.

El emperador antes de partir había hecho prender al traidor Ganelón. Ya no podía dudar de su crimen; él fue quien llevó la embajada a Marsil y quien dio la idea de dejar la retaguardia en Roncesvalles. El emperador entregó a Ganelón a los cocineros de su casa, llamó a Besgón, su jefe, y le dijo:

-Aquí tienes a este hombre, guárdalo y trátalo como un traidor.

Bergón recibió al hombre bajo custodia y le puso en manos de cien pinches de cocina para que le trataran como traidor que era. Unos le arrancaron los pelos de la barba y de los bigotes, otros le apalearon con bastones. Luego le echaron al cuello una cadena como si fuera un animal feroz. Después de esto le izaron sobre una acémilla y así le guardaron hasta el día en que habían de devolvérselo a Carlos.

Por los montes, cañadas y torrentes avanzaba el ejército de Carlos en ayuda de Roldán. Por todas partes sonaban los clarines y cada vez se oía más cerca el olifante.

Cabalgaba el emperador con el ceño fruncido, y sus hombres estaban llenos de cólera y angustia. Muchos lloraban y se lamentaban, y todos rogaban a dios que preservase a Roldán de todo peligro hasta que ellos llegasen al campo de batalla, entonces ellos lucharían al lado del héroe y los infieles serían derrotados. Pero el camino había sido largo, no podrían llegar a tiempo.



No había descanso en las tropas de Carlomagno, a marchas forzadas avanzaban hacia Roncesvalles y todos se lamentaban de no poder estar ya al lado de Roldan, que siempre los había llevado a la victoria en su lucha contra los sarracenos. Ahora estaba en peligro y ellos no podían socorrerle con la premura deseada.

-¡Señor, señor! ¿Por qué los corceles no avanzan más deprisa? ¿Por qué el camino es tan largo? ¿Qué estará haciendo Roldán ahora? ¿Está vivo aún?

Roldán otea montes y valles sin resultado, nadie viene en su ayuda. Sólo ve a su alrededor muchos franceses muertos y pocos con vida. El noble caballero se acongoja al pensar en los suyos y exclama con la voz quebrada por sollozos:

-Señores barones que habéis muerto por defender el honor de Francia, que Dios nos acoja en su seno y que vuestras almas vayan al paraíso. Reposad allí entre los santos ¡Oh, Dios mío! Nunca hubo soldados tan valerosos como vosotros. Habéis luchado de forma extraordinaria y nunca perdisteis el ánimo a pesar de la adversidad. Habíais conquistado muchos países para el rey Carlos y ahora todo terminó en Roncesvalles porque la traición pudo más que la nobleza y el valor. ¡Oh, dulce Francia, ahora asolada por el peor de los azotes! Barones franceses, os he visto morir por mi causa y no pude defenderos ni salvaros. Que Dios os proteja, él que todo lo puede. Y ahora no puedo abandonar a mi amigo Oliveros ¡Volvamos a la lucha!


Después de lamentarse ante los cuerpos sin vida de sus capitanes el conde Roldán volvió al campo de batalla. Llevaba con él a Durandarte, su terrible espada, y peleaba con coraje indomable. Mató a Falerón de Puy y a veinticinco sarracenos bravos. Jamás hombre alguno llevó a cabo tal hazaña. Como los ciervos que huyen del acoso de los perros, así huían los sarracenos ante Roldán. Nadie se atrevía a medirse con él y en el campo sarraceno se escucharon lamentos y gritos de angustia.

El arzobispo Turpín exclamo;

-Bravo Roldán, el mejor de todos. Habéis combatido valerosamente como buen caballero. ¡Que Dios os lo premie!

Y Roldán gritaba a sus hombres:

-¡Avanzad, que no quede ni un sarraceno con vida! ¡adelante!
Los pocos franceses que quedaban siguieron enardecidos a su capitán, pero sufrieron un gran quebranto.

En aquella batalla no había ni tregua ni cuartel, se peleaba rudamente y crecía el arrojo de los franceses al ver cercana su muerte.

De pronto surgió el rey Marsil en el campo de batalla, el sarraceno montaba en un caballo llamado Gañún. Acometió a Bevón, señor de Beaume y Dijon, le rompió el escudo y le rasgó la cota y sin que el francés pudiese defenderse le derribó muerto. Luego el rey de Zaragoza mató a Ives, a Ivolín y a Gerardo de Rosellón.

Al ver el estrago causado por Marsil Roldán, que estaba muy cerca, avanzó hacia él y exclamó con voz de trueno:

-Pagarás cara tu hazaña, rey Marsil. Aprenderás a conocer el nombre de mi espada.

Y el conde Roldán atacó a Marsil y le cortó la muñeca derecha, luego le cortó la cabeza a Jufaret el Rojo, hijo del rey de Zaragoza.




Los infieles se aterrorizaron al ver tales proezas y gritaban al cielo:

-¡Ayúdanos, Mahoma! ¡Apoya nuestras armas, Apolo! Estos franceses nos matarán a todos antes que dejarnos el campo libre.

-No podremos vencerles.

Y pronto cundió el pánico y los infieles se decían unos a otros: - Es mejor huir que morir.

Y cien mil sarracenos con su rey a la cabeza escaparon de Roncesvalles sin volver la vista atrás.

Los cien mil ya no iban a volver pero ¿de qué servía esto? Es cierto que huyó Marsil, sin embargo aún quedaba su tío Marganice, rey de Cartago y Etiopía, tierra maldita. Este rey mandaba a los negros de grandes narices y anchas orejas. Eran más de cincuenta mil los hombres de Marganice. Cabalgaban furiosamente y lanzaban sus gritos de guerra, estaban ansiosos de muerte y de botín.

Al ver el alud enemigo Roldán exclamó con voz muy triste:

-Nada podemos hacer ya, todos vamos a ser víctimas de nuestros enemigos, pero hemos de vender cara nuestra vida y devolver golpe por golpe. ¡Atacad sin tregua y matad a cuantos podáis! Francia no será deshonrada y cuando Carlos llegue a este campo de batalla verá con sus propios ojos el escarmiento que hicimos en los sarracenos. Por cada uno de los nuestros encontrarán la muerte quince de ellos y Carlos se sentirá orgulloso de nosotros.

Seguían avanzando las tropas de Marganice y Roldán contemplándolas habló así:

-No existe la menor duda, hoy es el día de nuestra muerte. ¡A ellos! ¡A luchar sin tregua!

-Así sea –dijo Oliveros.

Y a estas palabras los franceses atacaron valientemente.

Cuando los infieles vieron que sus enemigos eran tan pocos cobraron nuevos ánimos y se dijeron los unos a los otros:

-¡Venceremos sin duda!

-¡Nadie podrá oponerse a nuestra victoria!

El rey Marganice montaba un caballo bayo. Era alto y fuerte y sus ojos brillaban de odio. Azuzó fuertemente a su corcel con sus espuelas doradas y atacó a Oliveros por detrás. La espalda de Oliveros era un buen blanco sin escudo ni cota de malla. El infiel atravesó con su lanza el cuerpo del francés. El arma atravesó su pecho y asomó por delante.

Grande fue la alegría de Marganice después de haber asestado tan terrible golpe, orgulloso de su hazaña dijo:

-Habéis recibido un buen golpe, franceses, el emperador os ha dejado bien solos. Él nos hizo mucho daño pero ahora lo pagaréis con creces. Uno de vuestros paladines ya no podrá jactarse de sus victorias. ¡Grande ha sido nuestra venganza!

Oliveros, herido de muerte, aún tuvo fuerzas de blandir a Altaclara y herir con ella a Marganice sobre el dorado yelmo, saltaron a tierra sus florines y pedrería, y Oliveros, casi tambaleante, partió la cabeza de su enemigo, que se desplomó muerto sin exhalar un solo grito y con los ojos bien abiertos por la sorpresa.

Al ver muerto a Marganice, Oliveros aún pudo decir como un susurro:

-Has muerto, infiel, no puedes jactarte ya de tu fácil victoria. Es cierto que Carlos ha perdido mucho en esta batalla pero al menos tú no podrás envanecerte de ello ni contarle a tu mujer o a tus damas que me has arrebatado la vida. ¡Oh, Señor!

Y Oliveros que sentía sus fuerzas agotarse llamó a Roldán para que le ayudase a bien morir.

Comprendió Oliveros que estaba herido de muerte, ya todo le parecía poco importante. 

Había peleado como buen caballero en defensa de su patria y su rey. Nunca olvidaría el grito de guerra del emperador y así dijo al ver a Roldan, que se acercaba.

-¡Montjoie, Montjoie, Roldán! Venid presto a mí, hoy nos separaremos para siempre.

Roldán estaba junto a él, contempló su rostro. Le vio sin brillo, pálido, lívido y descolorido. 

Corría la sangre a lo largo del cuerpo y se coagulaba al llegar al suelo. Roldán se impresionó grandemente ante semejante infortunio.

-¿Estáis aquí, Roldán? –preguntó el moribundo.

-¡Dios mío! –exclamó el conde- ¿Qué hare yo ahora sin mi fiel compañero?, Grande es nuestro infortunio, Oliveros. Dulce Francia ¡qué desolada quedarás sin tus mejores hombres! ¡Qué gran derrota esta para nuestro emperador! Y después de esto Roldán se desvaneció sobre su caballo.

Allá iba Roldán desvanecido sobre su caballo estando Oliveros herido de muerte. Había derramado mucha sangre y sus ojos estaban turbios. No podía reconocer a nadie de cerca ni de lejos.

Iban los dos a caballo, uno desvanecido y el otro herido, pero Oliveros no podía reconocer a nadie y tropezando con Roldán creyó que era un enemigo. Aún tuvo fuerzas para darle un golpe con su espada sin que, afortunadamente, le causase daño. Se irguió Roldán y se dio cuenta de lo ocurrido así que le dijo con voz dulce.

-Amigo Oliveros, ¿Qué habéis hecho? Soy Roldán, vuestro amigo, el que tanto os ama. ¿Queríais matarme?

-Ahora escucho vuestra voz –contestó Oliveros- pero no logro veros ¡perdonadme!

-No he recibido ningún daño, os perdono aquí y ante Dios.

-¡Gracias Roldán! –murmuró Oliveros con voz apagada.

Y ambos capitanes se inclinaron el uno a otro, era la postrer despedida de dos amigos que habían luchado hasta el fin.

Oliveros se sintió acongojado por la muerte, ya no podía resistir en la montura y echó pie a tierra haciendo un gran esfuerzo para tenderse en el suelo. Se arrodilló y rezó en voz alta. 

Juntó las manos y levantó los ojos al cielo, humildemente pidió a Dios que le concediera el paraíso y bendijese a Carlos, a la dulce Francia y a Roldán su compañero. Al terminar su plegaria le flaqueó el corazón, cayó su yelmo y su cuerpo se desplomó. Acababa de morir.



El conde Roldán echó pie a tierra y comenzó a llorar, gimiendo, sobre el cadáver de su amigo. Nunca hubo hombre tan desdichado como Roldan, abrazado al cuerpo de su compañero.

Montó en su caballo y siguió lamentándose con voz quebrada por los sollozos.

-¡Oh Dios mío! Infortunada ha sido vuestra bravura, oh, Oliveros. Durante muchos años fuimos amigos fieles y jamás nos causamos daño. Ahora habéis muerto y yo sigo viviendo.

Era tal su congoja que Roldán sufrió otro desvanecimiento montado sobre su caballo llamado Vigilante. Sus estribos de oro fino le mantuvieron montado en la silla, no podría caer aunque se inclinase a uno u otro lado.

Al cabo de un rato recobró el sentido y pronto advirtió la catástrofe que se cernía sobre sus tropas. Casi todos sus hombres habían muerto, sólo quedaban el arzobispo Turpin y Gualterio de Ulmo.

Gualterio había descendido de la montaña donde estuvo luchando contra los sarracenos hasta que no le quedó ni un soldado. Ahora estaba en el valle y llamó a Roldán con grandes voces:

-¡Conde Roldán! Esforzado caballero y paladín de Francia, jamás tuve miedo estando junto a vos ¿no me conocéis? Soy Gualterio de Ulmo, el que conquistó Monteagudo, sobrino del viejo Droón, ¿os acordáis? Yo era vuestro favorito. Ahora mi lanza está rota y mi escudo destrozado. De todos mis hermanos sólo yo quedé con vida, pero ahora voy a morir.

Al oír estas palabras Roldán acudió presurosos junto a él.

Roldán animó a Gualterio y ambos prosiguieron su lucha contra los sarracenos, Roldán mató a veinte infieles, Gualterio a siete y Turpín a cinco.

Y los infieles al ver tanta mortandad causada sólo por tres hombres exclamaron a grandes voces:

-¡Que no escape ninguno de los tres! ¡Traidor y cobarde el que los deje huir!

Los sarracenos lanzaron gritos y alaridos y el campo de batalla se llenó de ellos, luchando contra los tres franceses, el resto de las tropas que defendían Roncesvalles. 

14.- La derrota de los infieles

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