lunes, 25 de abril de 2016

La Canción de Roland (17/34)

 2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán



17.- La victoria de Carlomagno

El conde Roldán, el gran Paladín, había muerto en Roncesvalles, su alma estaba ya en los cielos al lado de los santos.
El emperador y su ejército habían llegado por fin a Roncesvalles y quedaron estupefactos al contemplar la horrible mortandad. No había ni un palmo de terreno sin un cadáver de un francés o de un infiel.

Carlos exclamó apesadumbrado:

-¿Dónde estará Roldán? ¿y el arzobispo Turpín? ¿Habrá muerto el conde Oliveros? ¿Y Garín, Gerer, Otón y el conde Berenguer? ¿Dónde estarán Ives, Ivolín, el duque Sansón, Engleros, el esforzado Anseís y Gerardo de Rosellón? ¿Qué habrá sido de los doce pares que yo dejé aquí?.
Pero ¿de qué servían las lamentaciones de Carlos? Nadie podía contestar a sus preguntas.
Y siguió diciendo el rey:
-¡Oh Señor!. Motivos tengo más que de suficientes para estar consternado. ¿Por qué no acudí a tiempo para impedir tanta mortalidad?


Y Carlos se mesaba la barba angustiado, todo eran lágrimas y lamentos a su alrededor. Lloraban los capitanes y los soldados por los hijos, los hermanos, los sobrinos y los amigos que habían muerto en Roncesvalles.
El duque Naimón fue el primero en hablar:
-Mirad hacia delante, señor, a dos leguas de nosotros. Por los anchos caminos veréis una gran polvareda; son los sarracenos, no cabe duda. Cabalguemos, señor, venguemos a los nuestros.

Y Carlos contestó con voz dolida;
-¡Ay, Dios mío! Muy lejos están para poder alcanzarlos. ¡Qué pena, Señor! Aconsejadme todos. ¿Qué debo hacer? Es tanto lo que me han arrebatado estos sarracenos… Nada menos que lo más florido de Francia, lo mejor de mi ejército.

Estaban junto al emperador, además del conde Naimón, Otón y Gebuino, Tibaldo de Reims y el conde Milón. Todos opinaron lo mismo que el duque Naimón. Entonces el emperador no vaciló más y dio las órdenes oportunas para atacar a los infieles.

Llamó a varios de sus barones y les dijo:
-Custodiad el campo de batalla, los montes y los valles. No toquéis a los muertos hasta que Dios nos permita volver.

Y los barones respondieron con dulzura y gran afecto:
-Obedeceremos, señor.

Y en Roncesvalles quedaron los barones con mil caballeros.

El emperador hizo sonar sus clarines, después montó a caballo y dio la orden de marcha. Empezaba la persecución contra las huestes sarracenas, causantes de la hecatombe de Roncesvalles.  

La tarde empezaba a declinar y con ello el peligro de que los infieles escaparan del justo castigo, al darse cuenta el emperador rogó a Dios que detuviese el sol, que se retrasase la noche y se alargase el día.

La plegaria fue atendida, un ángel descendió hasta él y le habló en los siguientes términos:
-Prosigue la marcha, Carlos. No ha de faltarte luz del día. Perdiste en Roncesvalles la flor de tu ejército y Dios lo sabe. Ahora podrás contra los infieles.

Esto dijo el ángel y el emperador volvió a montar a caballo.

Dios realizó el milagro tal y como había anunciado el ángel y el sol se detuvo en su carrera.

Huían los infieles, y los franceses corrían tras ellos. Por fin alcanzaron el Val de las Tinieblas y los empujaron hasta Zaragoza, matando a muchos de ellos. El Ebro cortó el paso a los sarracenos, que no pudieron acogerse dentro de la ciudad. Suplicaron a los dioses aunque vanamente. Nadie podía salvarlos de la destrucción, los que no murieron a manos de los franceses se ahogaron en el río.

Y los franceses exclamaban:
 -Este es vuestro castigo por haber luchado contra Roldán.


Tan pronto como el emperador vio que todos los infieles habían muerto descabalgó de su caballo, echó a tierra, se arrodilló y dio gracias al Señor por haberle concedido la victoria.

Al levantarse del suelo dijo a los suyos:
-Podemos acampar aquí, ya es demasiado tarde para volver a Roncesvalles. Los caballos están cansados y los jinetes también. ¡Reposemos esta noche y mañana al alba regresaremos a Roncesvalles, donde daremos sepultura a los nuestros!

Y todos los suyos dieron su conformidad. 


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