Abrimos la revista Euskal Herria número 39 y nos encontramos con varios reportajes para conocer mejor los valles pirenaicos de Aezkoa, Salazar y Roncal. Aquí os dejo con el primero de ellos titulado "Tres reductos de vida pirenaica" para que conozcáis lo que se cuenta de nosotros en los medios.
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Al este de Orreaga - Roncesvalles, puerta de Europa, la cordillera se eleva con perfiles cada vez más altos y violentos.
Uno de esos impulsos traza la silueta piramidal del Orhi, primer "dosmil" del Pirineo, montaña mágica, cuajo de temores ancestrales: en aquel territorio los dioses se fabrican la nieve, las tormentas y otros fenómenos igual de misteriosos. Después, una escalera de picos como Kartxela, Lakora o Arlas sube hacia los altares monumentales de Hiru Erregeen Mahaia y Auñamendi - Anie.
Esta tierra ha mantenido hasta nuestros días el rescoldo de una apasionante cultura montañesa.
La fotografía central del artículo, la sierra de Abodi según el fotógrafo Patxi Uriz |
Estas cumbres constituyen un mundo mineral, reverenciado y temido, sin huella humana.
En sus límites crecen los pastizales de altura, donde ya aparecen los primeros testimonios -dólmenes y crómlech - de aquellos pastores que apacentaban sus ovejas hace milenios, desempeñando un trabajo que perdura hasta nuestros días. Y también colinda con el país de los bosques: hayedos, robledales y abetales vírgenes, y selvas como la de Irati, un océano forestal abrumador en el que resuenan los ecos de los viejos oficios - madereros, carboneros, almadieros -, las leyendas de Basajaun y los relatos de las andanzas de osos y lobos.
En el regazo de la cordillera se extienden los valles de Aezkoa, Zaraitzu y Erronkaribar, donde ya se asentaron los habitantes más remotos y donde brotaron los pueblos y monasterios medievales que fueron el germen del Reino de Navarra. Aquellos habitantes extrajeron madera, pastorearon ganado, cultivaron las tierras un poco más amables y construyeron pueblos recios de casonas apretadas para soportar los inviernos. Padecieron guerras, hambrunas y emigraciones, pero han mantenido hasta nuestros días el rescoldo de una apasionante cultura montañesa.
Porque Aezkoa, Zaraitzu y Erronkaribar ofrecen al visitante un escenario delicioso, plagado de atractivos, pero ese paisaje también guarda oficios, costumbres, fiestas, arquitecturas, dialectos, mitos, danzas: los latidos de una vieja vida pirenaica.
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En sus límites crecen los pastizales de altura, donde ya aparecen los primeros testimonios -dólmenes y crómlech - de aquellos pastores que apacentaban sus ovejas hace milenios, desempeñando un trabajo que perdura hasta nuestros días. Y también colinda con el país de los bosques: hayedos, robledales y abetales vírgenes, y selvas como la de Irati, un océano forestal abrumador en el que resuenan los ecos de los viejos oficios - madereros, carboneros, almadieros -, las leyendas de Basajaun y los relatos de las andanzas de osos y lobos.
En el regazo de la cordillera se extienden los valles de Aezkoa, Zaraitzu y Erronkaribar, donde ya se asentaron los habitantes más remotos y donde brotaron los pueblos y monasterios medievales que fueron el germen del Reino de Navarra. Aquellos habitantes extrajeron madera, pastorearon ganado, cultivaron las tierras un poco más amables y construyeron pueblos recios de casonas apretadas para soportar los inviernos. Padecieron guerras, hambrunas y emigraciones, pero han mantenido hasta nuestros días el rescoldo de una apasionante cultura montañesa.
Porque Aezkoa, Zaraitzu y Erronkaribar ofrecen al visitante un escenario delicioso, plagado de atractivos, pero ese paisaje también guarda oficios, costumbres, fiestas, arquitecturas, dialectos, mitos, danzas: los latidos de una vieja vida pirenaica.
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