Una vez que Robinson Crusoe y Viernes abandonan la Isla se
disponen a ir a la capital francesa de París. Les recomiendan ir por mar hasta
Portugal y de allí marchar por tierra. Esto sucede unas 10 páginas antes de
acabar el libro, dependiendo de la edición. Al llegar a Pamplona se encuentran
con una fuerte nevada y el naúfrago, más acostumbrado a climas tropicales, las
pasa canutas. Lo mismo le pasa a su fiel compañero Viernes, el caníbal descubre
la nieve por primera vez.
Aquí os dejo el fragmento:
“Como
estábamos a finales del verano, decidimos apresurarnos y salimos de Madrid
hacia mediados de octubre. En la frontera con Navarra, en varios pueblos nos
dijeron que había caído tal cantidad de nieve en la frontera francesa que
muchos viajeros se habían visto obligados a regresar a Pamplona, después de
haber intentado proseguir su camino con grandes riesgos.
Cuando llegamos
a Pamplona, confirmamos lo que nos habían dicho. A mí, que siempre había vivido
en un clima cálido, en el cual apenas podía tolerar las ropas, el frío se me
hacía insoportable. En realidad, a todos nos resultaba más penoso que
sorprendente sentir el viento de los Pirineos, tan frío e intolerable que
amenazaba con congelarnos las manos y los pues, sobre todo, cuando hacía apenas
diez días que habíamos salido de Castilla la Vieja, donde no solo hacía buen
tiempo, sino calor.
El pobre
Viernes se asustó verdaderamente cuando vio aquellas montañas, cubiertas de
nieve y sintió el frío, pues eran cosas que jamás había visto ni sentido en su
vida. Para a empeorar las cosas, cuando llegamos a Pamplona siguió nevando con
tanta violencia e intensidad que la gente decía que el invierno se había
adelantado. Los caminos, que de por sí eran difíciles, se volvieron
intransitables. En pocas palabras, la nieve era tan densa que en ciertos
lugares resultaba imposible pasar y como se había endurecido, como en los
países septentrionales, se corría el riesgo de morir enterrado en vida a cada
paso.
Permanecimos no menos de veinte días en Pamplona donde advertimos que se
aproximaba el invierno más severo que podía recordarse en toda Europa. Propuse
que fuésemos a Fuenterrabía y de allí tomásemos un barco a Burdeos ya que era
una travesía corta por mar. Más, mientras deliberábamos sobre esa posibilidad,
llegaron cuatro caballeros franceses que se habían visto obligados a detenerse
en el lado francés, como nos había ocurrido a nosotros en el lado español. En el
camino, habían dado con un guía con el que, atravesando la región cercana a
Languedoc, habían cruzado las montañas por senderos en los que la nieve no
resultaba demasiado incómoda. A pesar de que habían encontrado mucha nieve en
el camino, según decían, estaba lo suficientemente dura para soportar su peso y
el de sus caballos.
Fuimos a buscar
al guía, que se comprometió a llevarnos por el mismo camino sin el peligro de
la nieve, contando con que fuésemos bien armados para protegernos de los
animales salvajes, pues, según nos dijo, no era extraño encontrar lobos
hambrientos y rabiosos al pie de las montañas cuando caía una gran nevada. Le
dijimos que íbamos bien armados para enfrentarnos a semejantes criaturas pero
debía asegurarnos que él nos protegería de una especie de lobos de dos piernas,
que, según nos habían dicho, rondaban por el lado francés de las montañas y
eran harto peligrosos. Nos aseguró que en ese sentido no teníamos nada que
temer en el camino por el que nos iba a llevar. Inmediatamente acordamos
seguirlo y lo mismo hicieron otros doce caballeros con sus sirvientes,
franceses y españoles, que como he dicho se habían visto obligados a
retroceder.
Así pues,
salimos de Pamplona con nuestro guía el 15 de noviembre, me llamó la atención
que en lugar de conducirnos hacia delante, nos hiciera retroceder cerca de veinte
millas por el mismo camino que habíamos recorrido al salir de Madrid. Después
de cruzar dos ríos y llegar a la llanura, nos encontramos nuevamente un clima
templado y un paisaje agradable sin nada de nieve. Más nuestro guía, girando súbitamente
a la izquierda, nos condujo hacia las montañas por otra ruta, y aunque los montes
y los precipicios no parecían aterradores, nos hizo dar tantas vueltas,
serpentear y recorren caminos tan tortuosos que sin apenas advertirlo cruzamos
las elevadas montañas sin que la nieve nos importunase. De pronto, nos señaló
las agradables y fértiles regiones de Languedoc y Gascuña, que estaban verdes y
florecidas, nos encontrábamos a gran distancia de ellas y aún nos quedaba un
camino difícil que recorrer. Nos intranquilizamos un poco cuando nevó todo un
día y una noche, con tanta fuerza que no pudimos seguir, el quía nos dijo que
nos tranquilizásemos porque en poco tiempo saldríamos de ello y en efecto, a
medida que bajábamos veíamos que nos dirijíamos más hacia el norte. Proseguimos
el camino confiados en nuestro guía.
Dos horas antes
de que cayera la noche, nuestro guía iba a tal distancia delante que no
podíamos verlo, de repente, tres monstruosos lobos y tras ellos un oso saltaron
desde una zanja que se prolongaba hacia un bosque muy frondoso”
Si queréis
conocer el desenlace deberéis leer el libro, por lo pronto, anotaremos a
Robinson Crusoe y a Viernes en nuestra lista de visitantes célebres.
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¡Hasta luego!
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