2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
11.- Mueren los capitanes de Roldán
12.- El Olifante de Roldán
13.- La muerte de Oliveros
14.- La derrota de los infieles
15.- La peña de Roldán
16.- La muerte de Roldán
17.- La victoria de Carlomagno
18.- La visión
19.- La congoja del Rey Marsil
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán
23.- Roncesvalles
24.- El ejército de Carlomagno
25.- El ejército de Baligán
26.- Se enfrentan los dos ejércitos
20.- El Emir Baligan
21.- Marsil recibe ayuda
22.- Marsil y Baligán
23.- Roncesvalles
24.- El ejército de Carlomagno
25.- El ejército de Baligán
26.- Se enfrentan los dos ejércitos
28.- Carlomagno y Baligan
Pasaba el día y se
acercaba la noche. Seguían peleando franceses y árabes con encarnizamiento sin
igual. Jamás se había visto ejércitos tan valerosos y obstinados. Y mientras
seguía la lucha no olvidaba cada bando su grito de guerra que afloraba sin
cesar en sus labios:
-¡Preciosa! Rugía el
emir Baligan.
Y era coreado por
todos los sutos.
-¡Montjoie! –clamaba
Carlos.
Y los franceses le
hacían eco.
Ambos paladines oyeron
sus respectivas voces y se reconocieron en el campo de batalla a través del
fragor de las espadas y de las lanzas.
Avanzaron uno hacia el
otro y se retaron a singular combate. Las lanzas de los dos caudillos cambiaron
enconados golpes sobre las adargas bordadas de rosetas. Se rompieron las
adargas por debajo de las anchas blocas y se desgarraron los paños de las
lorigas, pero ninguno de los dos sintió rozadas sus carnes.
Se quebraron las
cinchas y saltaron las monturas. Cayeron ambos, pero se levantaron con presteza
y desenvainaron las espadas. Era una lucha a muerte que no volvería a repetirse
porque de los dos uno debía quedar exánime en el campo de batalla para no
levantarse más.
¡Oh Señor, qué
valiente era el emperador Carlos de Francia, aunque el emir no le iba a la
zaga! No, no era cobarde el emir Baligan. Arremetieron ambos con sus desnudas
espadas y se asestaron furiosos golpes sobre los escudos. Se partieron los
cueros y las maderas; cayeron los clavos y las blocas volaron hechas pedazos.
Luego, sin defensa ya, ambos se hirieron sobre las lorigas. De los yelmos
brotaban centellas y en cualquier momento podía sobrevenir la muerte para
cualquiera de los dos. El combate decidiría quien tenía razón.
El emir habló a su
contrincante en los siguientes términos:
-Reflexiona, Carlos,
antes de que sea demasiado tarde. Pruébame que estás arrepentido de tus
crímenes. Mataste a mi hijo y pretendes ahora ser dueño de España. No tienes
razón. El rey Marsil de Zaragoza me ha cedido sus derechos y tú no tienes
ninguno. Te ofrezco la paz: sé mi vasallo y nada tendrás que temer. Te daré
España en feudo y vendrás conmigo a Oriente. Serás poderoso y rico. Tu nombre
seguirá siendo respetado. ¡Vamos, decide!
Y el emperador
respondió con fiero acento:
-No, Baligan. Si yo
aceptara tal proposición sería el hombre más vil sobre la tierra. Ningún
derecho tienes a gobernar este país. Marsil es un traidor y tú eres su amigo.
No puede haber paz entre nosotros. A un infiel no puedo concederle mi afecto,
ni ahora ni nunca. Lo que te propongo yo es que aceptes la fe cristiana, sólo
en ese caso habrá paz entre nosotros. Abjura de tus errores y sirve al
verdadero dios.
Y Baligan contestó con
despecho, pues ya veía imposible que Carlos accediera a sus deseos:
-Pierdes el tiempo,
Carlos. Jamás me retractaré de mis creencias, seguiré a mis dioses cómo lo hice
hasta ahora y no me haré jamás cristiano, pues Mahoma es superior a Cristo.
-Tú lo has querido
–gritó el emperador- no habrá paz entre nosotros.
-Así será –replicó el
emir.
Y ambos contendientes
volvieron a luchar encarnizadamente sin dar descanso a las espadas.
El emir era un hombre
dotado de fuerza hercúlea, golpeó a Carlos sobre el yelmo, se lo partió sobre
la cabeza y lo hendió. La hoja llegó hasta la cabellera y le arrancó un buen
palmo de piel dejando desnudo el hueso. Fue un golpe capaz de matar al hombre
más fuerte.
Carlos vaciló y estuvo
a punto de caer al suelo. Pero Dios no quiso que el emperador sucumbiese. Envió
al arcángel San Gabriel para que le prestase ayuda.
San Gabriel estaba ya
a su lado y le preguntaba:
-¿Qué te pasa, gran
rey? No tengas miedo del emir. Yo te digo que jamás podrá vencerte.
Al oír las palabras
del arcángel el emperador recuperó todo su ánimo, pues sabía que su dios no le
abandonaba y esta fe le llevó a recobrar todas sus fuerzas. Con la espada atacó
al emir, quien no esperaba tal cosa. Le rompió el yelmo dónde brillaban las
gemas, le hendió el cráneo y derramó todo su cerebro. Le partió la cabeza y le
derribó muerto.
Entonces Carlos gritó
a los suyos:
-¡Montjoie! ¡Dios está
con nosotros!
Al oír este grito
acudió el duque Naimón y el rey cabalgó junto a su fiel barón.
Los franceses elevaron
al cielo sus espadas al saber de la muerte del emir y los infieles
prorrumpieron en gritos de terror y huyeron a la desbandada. La muerte del emir
era señal cierta de que sus dioses les habían abandonado.
El campo de batalla
pertenecía ya a los cristianos y el emir jamás podría ser el dueño de España.
Huían los infieles a
campo traviesa sin parar mientes en nada que no fuera su deseo de escapar a la
muerte. Los franceses asestaban tantos golpes como podrían, y dijo el rey
Carlos:
-La victoria es
nuestra porque Dios así lo ha querido. Obrad como caballeros y que la fatiga no
os impida proseguir la persecución. Nuestro objetivo es la ciudad de Zaragoza.
Y todos los franceses
aprobaron las palabras de su emperador.
Aquella persecución
parecía interminable. Hacía mucho calor y se levantó una gran polvareda. Huían
los infieles y los franceses intentaban acorralarles para que no escapara
ninguno.
Por fin llegaron a
Zaragoza. Los infieles entraron por sus calles con el peso de su derrota.
A lo alto de la torre
salió Abraima, esposa de Marsil y junto a ella estaban los clérigos y canónigos
de la falsa ley. Recibió enseguida a los fugitivos y se enteró por ellos del
desastre.
Llorando, Abraima se
dirigió al aposento del rey Marsil a comunicarle la noticia:
-¡Mahoma nos asista en
este trance! ¡Ah, rey Marsil, la victoria se ha esfumado! Murió el emir Baligan
a manos de Carlos y todo está perdido. Pronto llegarán los franceses para
afrentarnos. Los dioses más bien han sido enemigos nuestros.
Marsil, que estaba ya
muy quebrantado, al conocer la noticia del desastre de los labios de su esposa
no pudo superar la profunda impresión. Se volvió a la pared, lloró y abatió
afligido la cabeza.
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