2.- La Embajada
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
Pero Oliveros siguió luchando sin desmayo, mató al duque Alfayen, hirió a Escababi y puso en fuga a siete enemigos. Luego sus capitanes le obligaron a descansar.
3.- Ganelón y Blancandrín
4.-La traición de Ganelón
5.-El sueño de Carlomagno
6.-Roldán y los Doce Pares
7.-Marsil y sus aliados
8.-Roldán y Oliveros
9.- El Combate
10.- Los últimos combates
A la vanguardia de los
ejércitos árabes iba un sarraceno llamado Abismo. Era el más traidor de los
hombres, ruin y criminal. No creía en el verdadero dios ni la santa virgen. Era
negro como el azabache. Más que todo el oro del mundo le gustaban la traición y
la tortura.
Era incapaz de reír y de conversaciones amables, sin embargo era valiente y audaz, y el rey Marsil le distinguía con su especial protección.
Era incapaz de reír y de conversaciones amables, sin embargo era valiente y audaz, y el rey Marsil le distinguía con su especial protección.
Su enseña era el dragón y en
torno a él se agrupaban muchos y nobles caballeros, dispuestos a acabar con los
cristianos de Roldán.
El arzobispo Turpín le vio
enseguida y quiso luchar contra él, pensó para sus adentros “este moro es un
gran peligro para todos, convendrá que me adelante para vencerle”.
Empezaba la batalla, ambos
ejércitos se aproximaban con ánimo fiero, los franceses dispuestos a la defensa
y a morir con honor. Los sarracenos llenos de ira por lo que habían hecho los
cristianos con sus compañeros.
El arzobispo se adelantó a todos. Montaba en un caballo que había conquistado al rey Gresalle allá en Dinamarca. Era un corcel veloz, con ágiles cascos, patas lisas, muslo corto, largos flancos, ancha grupa y alto espinazo. La cola era blanca y amarilla la crin, las orejas pequeñas y la cabeza leonada. Jamás hubo animal que pudiera igualarle en la carrera.
El arzobispo se adelantó a todos. Montaba en un caballo que había conquistado al rey Gresalle allá en Dinamarca. Era un corcel veloz, con ágiles cascos, patas lisas, muslo corto, largos flancos, ancha grupa y alto espinazo. La cola era blanca y amarilla la crin, las orejas pequeñas y la cabeza leonada. Jamás hubo animal que pudiera igualarle en la carrera.
El arzobispo espoleó el
caballo y se preparó para atacar a Abismo, el escudo del sarraceno estaba
recamado de piedras preciosas, de topacios, amatistas y carbunclos fulgurantes.
Según cuentan un diablo se lo regaló en La Meca al emir de Alepo y éste se lo dio
a Abismo.
Turpín atacó incansable a su
enemigo. Después de varios tanteos atravesó con su espada al sarraceno y le
abatió muerto sobre la desnuda tierra.
Los árabes habían perdido a
uno de sus mejores hombres y los cristianos contaban con un enemigo menos. Los
franceses exclamaron entonces:
-¡Gran proeza la del
arzobispo! ¡En sus manos jamás la cruz será humillada!
-El arzobispo es un hombre
valiente –comentó Roldán-. Es digno hijo de la dulce Francia.
La batalla seguía sin tregua y
por todas partes se alzaba la muerte y la desesperación, los gritos de agonía y
los de triunfo.
Los franceses se daban cuenta
de que los infieles eran tan numerosos como las gotas de agua. Por muchos que
mataban siempre quedaban más, que seguían luchando sin tregua.
El campo estaba
cubierto de cadáveres de infieles, pero no había descanso para los cristianos,
que sólo pensaban que Oliveros, Roldán y los doce pares podían salvarles de
aquella terrible batalla que se prolongaba indefinidamente. Las fuerzas se
agotaban y la marea sarracena acabaría pesando sobre sus cuerpos.
El arzobispo Turpín comprendió
el estado de ánimo de sus hombres, que empezaban a darse cuenta de lo que
representaba aquella lucha sin fin contra un enemigo que no cesaba en sus
ataques. Así dijo el arzobispo a los guerreros franceses:
-Os ruego, señores barones,
que penséis bien las cosas. No podemos huir porque sería una acción infamante.
Vale más morir aquí en plena batalla. Comprendo lo que estáis pensando y sé que
estáis en lo cierto, pronto llegará nuestro fin. El ejército sarraceno es tan
poderoso en número que será imposible prolongar la resistencia más allá del día
de hoy. Sólo os puedo decir una cosa, moriremos por la fe y por el rey. Y yo os
digo que el cielo se abrirá de par en par para todos vosotros. Ea, pues, no
penséis más y luchemos hasta el último aliento.
Y a estas palabras del
arzobispo los franceses cobraron ánimos y lanzaron su grito de guerra:
-¡Montjoie! ¡Montjoie!
Pronto los combatientes
pelearon con ardor, dispuestos a morir o a vencer.
Había entre los moros que
peleaban con Marsil uno que se llamaba Climorín. Este sarraceno, dueño de la
mitad de Zaragoza, era perververso y ruin. Él fue quien abrazó al traidor de
Ganelón cuando este juró traicionar a su rey.
Climorín montaba en un caballo
llamado Barbamosca, más rápido que el gavilán o la golondrina. Se adelantó a
los suyos y atacó con furia al gascón Engleros, uno de los más nobles paladines
de Roldán, que ya se había cubierto de gloria en varios combates anteriores.
Pero esta vez el buen Engleros no pudo sortear el ataque sarraceno. Ni el
escudo ni la cota pudieron protegerle de la embestida furiosa y el infiel logró
hundir en su cuerpo la punta de su lanza. Engleros fue derribado del caballo y
cayó al suelo exánime.
Orgulloso de su victoria el
sarraceno gritó a los suyos:
-¡Fácil ha sido matar a este
cristiano! ¡Así morirán todos! ¡Atacad sin temor, sarracenos, la victoria es
nuestra!
Gran pesar tuvieron los
franceses al ver que había muerto tan valeroso capitán y dijeron consternados:
-Dios, que hombre tan valiente
hemos perdido…
Pero esto sólo era el
principio, aún tenían que morir más paladines cristianos, tanta era la
superioridad numérica del enemigo…
Roldán y Oliveros se enteraron
de la muerte de Engleros, pero no se desanimaron, aún les quedaban fuerzas para
luchar e infligir pérdidas cuantiosas a los enemigos infieles.
-Amigo Oliveros, buen hermano
mío, ya veis que ha muerto Engleros, era uno de nuestros mejores capitanes.
-Pero no quedará impune su
muerte –replicó Oliveros- Aunque sea lo último que me quede por hacer.
Y Oliveros sin añadir más
palabras clavó en su corcel las espuelas de oro fino. Con su espada Altaclara
llena de sangre enemiga se precipitó en medio del combate en busca del matador
de Engleros, al fin le halló y lo derribó de su montura, luego, en el suelo, le
hundió su espada y los demonios se llevaron al espíritu del sarraceno.
Pero Oliveros siguió luchando sin desmayo, mató al duque Alfayen, hirió a Escababi y puso en fuga a siete enemigos. Luego sus capitanes le obligaron a descansar.
Cuando Roldán le vio, enterado
ya de sus hazañas, le dijo de buen humor:
-Sois valiente y animoso, buen
Oliveros. Cuando lo sepa el rey Carlos se sentirá orgulloso de las hazañas que
habéis realizado.
Y en voz muy alta gritó a sus
barones:
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